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domingo, 18 de abril de 2021

LA IMPORTANCIA DE LOS PUNTOS CIEGOS Y DEL SÍNDROME DEL IMPOSTOR

 


Adam Grant, en su último libro:“Think again. The power of knowing what you don´t know”, que estamos comentando, plantea que en relación con nuestros pensamientos aunque nuestras mentes funcionen correctamente podemos ser vulnerables a una versión del síndrome de Antón.

Este fenómeno fue descrito primero por Séneca al hablar del caso de una mujer que estaba ciega pero que se quejaba solamente de que se encontraba en un cuarto oscuro. Se le conoce como el síndrome de Anton, ya que el doctor Gabriel Anton lo detectó en una costurera a finales del siglo XIX que tenía problemas con el lenguaje y la orientación espacial y no podía encontrar la diferencia entre la luz y la oscuridad. No podía ver pero insistía en que si podía hacerlo, estaba mentalmente ciega a su ceguera. Posteriormente se identificaron otros casos similares. El síndrome consiste en un déficit de autoconsciencia en el que la persona es ajena a una discapacidad física pero funcionan bastante bien desde el punto de vista cognitivo. El origen se encuentra en daños producidos en el lóbulo occipital del cerebro.

Todos tenemos puntos ciegos en nuestras opiniones y conocimiento. La mala noticia es que nos pueden dejarnos ciegos ante nuestra ceguera lo que nos da una falsa confianza en nuestros juicios y evita que repensemos. La buena noticia es que con el tipo adecuado de confianza podemos ver más claramente y actualizar nuestros puntos de vista. Al aprender a conducirnos enseñan a identificar nuestros puntos ciegos visuales y a eliminarlos con la ayuda de espejos y sensores. En nuestra vida al no estar nuestras mentes equipadas con estas herramientas necesitamos aprender a reconocer nuestros puntos ciegos cognitivos y revisar nuestro pensamiento en consecuencia.

En teoría confianza en uno mismo y competencia van del a mano pero en la práctica con frecuencia divergen. Esto ocurre con frecuencia cuando las personas valoran sus habilidades de liderazgo y son también evaluados por sus compañeros, jefes o subordinados. En un metaanálisis de 95 estudios sobre el tema en los que participaron más de 100.000 personas las mujeres solían subestimar sus dotes de liderazgo mientras los hombres sobreestimaban sus capacidades.

David Dunning y Justin Kruger han descrito lo que se conoce como el “efecto Dunning – Kruger” en el que aunque carecemos de competencia tenemos un exceso de seguridad en nosotros mismos. La primera regla del mismo es que no somos conscientes de que somos miembros del club.

El problema de este efecto o del similar síndrome de “quarterback de sillón” ( que padecen muchos aficionados al futbol) es que es una barrera para que nos planteemos repensar. Si estamos seguros de que sabemos algo no tenemos razones para buscar fallos y lagunas en nuestro conocimiento y menos aún hacer algo para corregir la situación. Por ejemplo, en un estudio las personas con las puntuaciones más bajas en un test de inteligencia emocional no solo eran las que tendían a sobreestimar sus habilidades sino que también, desechaban los resultados como inexactos o irrelevantes por lo que eran las que menos se iban a preocupar por mejorar.

Esto ocurre en parte por nuestros frágiles egos que nos lleva a negar nuestras debilidades si queremos vernos a nosotros mismos de forma positiva o queremos mostrar una imagen luminosa de nosotros mismos a los demás. Pero existe una fuerza menos evidente que nubla la visión de nuestras habilidades: un déficit en una capacidad metacognitiva, la habilidad de pensar en nuestro pensamiento. La ausencia de competencia nos puede dejar ciegos ante nuestra incompetencia. Cuando nos falta el conocimiento y las capacidades para lograr la excelencia, en ocasiones nos pueden faltar el conocimiento y las habilidades para reconocer y  juzgar la excelencia.

Todos somos novatos en muchas cosas pero no siempre estamos ciegos ante este hecho. Tendemos a sobreestimarnos en las habilidades deseables tales como la de mantener una conversación interesante, o en situaciones donde es fácil confundir tener experiencia con ser un experto, como conducir o gestionar nuestras emociones. Pero nos subestimamos cuando podemos reconocer fácilmente la falta de experiencia, tal como pintar, conducir un coche de carreras o recitar con rapidez el alfabeto hacia atrás. Los principiantes absolutos rara vez caen en la trampa de Dunning – Kruger. Si no sabemos nada de futbol probablemente no pensaremos que sabemos más que el entrenador.

Es cuando progresamos de novato a amateur cuando tenemos un exceso de confianza. En muchos dominios de nuestra vida nunca seremos lo suficientemente expertos como para cuestionarnos nuestras opiniones o descubrir lo que no sabemos. Tenemos la información justa para sentirnos lo suficientemente confiados para hacer juicios y pronunciamientos sin darnos cuenta que nos queda mucho por aprender.

El paso de principiante  a amateur  puede romper el círculo de repensar. Al ganar experiencia vamos perdiendo algo de nuestra humildad y nos sentimos orgullosos de hacer rápidos progresos lo que fomenta una falsa sensación de maestría. Este salto supone el comienzo de un círculo de exceso de confianza que impide que dudemos de lo que sabemos y de sentir curiosidad por lo que no sabemos. Quedamos atrapados en la burbuja del principiante de creencias erróneas, donde somos ignorantes de nuestra propia ignorancia. Tim Urban mantiene que “la arrogancia es la ignorancia a la que añadimos la convicción. Mientras la humildad actúa como un filtro permeable que absorbe la experiencia y la convierte en conocimiento y sabiduría , la arrogancia es un escudo en el que rebota la experiencia”.

Muchas personas consideran la confianza en uno mismo como un balancín. Si tenemos mucha nos inclinamos hacia la arrogancia y si perdemos mucha nos convertimos en sumisos y excesivamente humildes. Este es el temor que nos genera la humildad: terminar teniendo una baja opinión de nosotros mismos. Tenemos que mantener el balancín equilibrado para tener el grado de confianza en nosotros mismos adecuado.

La humildad con frecuencia se malinterpreta ya que no se trata de tener baja autoestima. Una de las raíces latinas de la palabra humildad  es la que significa “de la tierra” lo que implica estar arraigado reconociendo que podemos equivocarnos y fallar.

La confianza en uno mismo es una medida del grado en que creemos en nosotros mismos, pero la evidencia muestra que es distinto del grado en que creemos en nuestros métodos. Por ejemplo podemos tener confianza en nuestra capacidad de alcanzar una meta en el futuro mientras mantenemos la humildad suficiente para preguntarnos si tenemos las herramientas adecuadas en el presente.

Nos cegamos con nuestra arrogancia cuando estamos totalmente convencidos de nuestras fortalezas y estrategias. Nos paralizamos con las dudas cuando no tenemos fe en las mismas. Podemos estar consumidos por un complejo de inferioridad cuando conocemos el método correcto pero nos sentimos inseguros de nuestra capacidad para ejecutarlo. Lo que debemos procurar alcanzar es una humildad con confianza en nosotros mismos  que nos permita tener fe en que tenemos las habilidades pero puede ser que no tengamos la solución adecuada o estamos abordando el problema correcto. Esto nos concede la suficiente inquietud para reexaminar nuestro antiguo conocimiento y suficiente seguridad como para perseguir nuevas perspectivas.

Este tipo de humildad con confianza no solo abre nuestras mentes para poder repensar sino que incrementa la calidad de estas nuevas reflexiones. En los estudios universitarios aquellos estudiantes que están dispuestos a revisar sus creencias y opiniones obtienen mejores resultados académicos que aquellos que no lo hacen. En la educación secundaria los alumnos que admiten que no saben algo aprenden mejor según sus profesores y sus compañeros consideran que contribuyen más a sus equipos.

Cuando los adultos tienen la suficiente seguridad en si mismos como para reconocer que no saben algo prestan más atención a las evidencias y dedican más tiempo a consultar materiales que contradigan sus opiniones. En estudios sobre eficacia directiva realizados en Estados Unidos y China se ha encontrado que los equipos más productivos e innovadores estaban dirigidos por líderes que no eran no humildes ni demasiado seguros de sí mismos, sino los que conseguían niveles altos de ambos y aunque tenían confianza en sus fortalezas eran también conscientes de sus debilidades.

Si nos preocupa la precisión no podemos permitirnos tener puntos ciegos. Para tener una visión exacta de nuestros conocimientos y habilidades nos ayuda el observarnos como científicos mirando a través de un microscopio, pero Grant opina que ante la duda en ocasiones es mejor que nos subestimemos, porque puede ser que en las dudas hallemos el camino hacia el éxito. Como ejemplo tenemos la investigación realizada por Basima Tewfik que reclutó a un grupo de estudiantes de medicina que se estaban preparando para comenzar sus rotaciones clínicas. Les hizo interactuar durante media hora con actores que habían sido entrenados para interpretar el papel de pacientes que presentaban síntomas de diversas enfermedades. Tewfik observó cómo trataban los estudiantes a los pacientes y si acertaban en el diagnóstico. La semana previa éstos habían respondido a una encuesta en la que se les preguntaba con qué frecuencia tenían pensamientos de ser impostores como: “No estoy cualificado como los demás piensan que estoy” o “las personas que son importantes para mí piensan que soy más capaz de lo que yo pienso que soy”. Aquellos que se autoidentificaban como impostores no acertaron menos en los diagnósticos que el resto y lo hicieron mucho mejor en relación a su trato con el paciente. Se les valoró como más empáticos, respetuosos y más efectivos a la hora de hacer preguntas y de  compartir información. En otro estudio la investigadora encontró un patrón similar en el caso de profesionales de la inversión.

Cuando nuestros temores de ser impostores crecen el consejo habitual es que se ignoren y nos concedamos el beneficio de la duda, pero puede ser que sea más adecuado aceptarlos porque podemos obtener de ellos tres beneficios de la duda. Éstos son:

1.- La motivación para trabajar más duro. Puede por ejemplo no ser útil para decidir si comenzamos una carrera, pero una vez que estamos en la línea de salida nos da el empuje necesario para seguir corriendo hasta el final para conseguir un puesto entre los finalistas. El exceso de confianza nos puede, por el contrario hacer demasiado complacientes con nosotros mismos.

2.- Los pensamientos sobre ser impostores nos pueden motivar para trabajar mejor. Cuando no creemos que podemos ganar no tenemos nada que perder si repensamos nuestra estrategia. Sentirnos como impostores nos pone en un patrón mental de principiantes llevándonos a cuestionarnos creencias que otros dan por sentado.

3.- Sentirnos como impostores puede hacer que seamos mejores aprendices. Si tenemos algunas dudas sobre nuestros conocimientos y habilidades  hace que nos bajemos del pedestal y busquemos las opiniones de los demás. Como mantienen Elizabeth Krumrei Mancuso y sus colaboradores: “El aprendizaje requiere la humildad de reconocer que tenemos algo que aprender”.

Los grandes pensadores no albergan dudas porque son impostores. Tienen dudas porque saben que todos somos parcialmente ciegos y están comprometidos a mejorar su visión. No presumen de todo lo que saben, se maravillan de lo poco que entienden. Son conscientes de que de cada respuesta surgen nuevas preguntas y de que la búsqueda del conocimiento nunca termina. Un signo de las personas que siempre están aprendiendo es  el reconocimiento de que pueden aprender algo de cada persona con la que s encuentren.

La arrogancia nos hace ciegos ante nuestras debilidades. La humildad es una lente reflectante que nos ayuda a verlas con claridad. La humildad con confianza en uno mismo es una lente correctora que nos permite superar esas debilidades.

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