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domingo, 16 de julio de 2017

AGILIDAD EMOCIONAL III. CONOCERNOS MEJOR


Susan David, en su libro “Emotional Agility”,  plantea que el fin último de la agilidad emocional es mantener un sentimiento de reto y crecimiento vivo a lo largo de nuestras vidas y recomienda que para conseguirlo debemos, primero, como hemos visto en una entrada anterior: comenzar analizando aquellos factores que nos atrapan a nivel emocional. El segundo paso consiste en:
II.- SER CONSCIENTES DE CÓMO SOMOS
Nuestros demonios internos son simplemente un residuo de una  inseguridad normal, casi universal, de las dudas y del miedo al fracaso que pueden llevarnos a conductas que no nos benefician.
Al igual que en cualquier viaje de un “héroe” el movimiento para una vida mejor pasa por conocernos mejor y dejar que nuestros “demonios” afloren para poder reconocerlos y enfrentarnos a ellos. Con frecuencia sólo con reconocer aquello que nos atemoriza y darle un nombre conseguimos disminuir o neutralizar el poder que ejercen sobre nosotros.
Décadas de investigaciones psicológicas muestran que nuestra satisfacción vital al enfrentarnos a las inevitables preocupaciones y experiencias tristes depende no tanto de cuántas experimentamos, ni de su intensidad, sino de la forma en que nos enfrentamos a ellas. Rumiamos sobre ellas o las “encerramos” dejando que gobiernen nuestro comportamiento o las hacemos aflorar y nos enfrentamos a ellas con curiosidad y aceptación. Ésto último no es una muestra heroica de nuestra voluntad sino que consiste simplemente en mirar a nuestros tormentos personales a los ojos y decir: “De acuerdo estáis aquí y yo estoy aquí, hablemos, porque soy lo suficientemente maduro como para controlar todos mis sentimientos y experiencias pasadas y puedo aceptar esa parte de mi vida sin dejar que me aplasten o me aterroricen”.
El resultado de una investigación llevada a cabo en Inglaterra mostró que de los hábitos que científicamente se han identificado como claves para tener una vida plena la autoaceptación era el que se consideraba más ligado a la satisfacción global. Pero el mismo estudio demostró que este hábito en particular era el que menos practicaban los encuestados. Éstos respondían que eran buenos a la hora de ayudar y dar a otros pero cuando se les preguntaba con qué frecuencia eran amables consigo mismos casi la mitad decían que en pocas ocasiones. Sólo el 5% se puntuaban con un 10 en autoaceptación.
La autoaceptación no supone negar que existen aspectos nuestros negativos sino que nos perdonamos por nuestros errores e imperfecciones para poder seguir adelante y avanzar para ser más productivos. El intentar ser conscientes de cómo somos  es una muestra de coraje ya que podemos sentir temor ante lo que podemos encontrar al mirar en nuestro interior, pero nos va  a servir para comprender y poder mejorar ya que una de las grandes paradojas de la experiencia humana es que no podemos cambiarnos a nosotros mismos o a nuestras circunstancias hasta que no aceptemos lo que existe en el momento actual. La aceptación es un prerrequisito del cambio y cuando dejamos de luchar contra la realidad podemos empezar a dedicar nuestros esfuerzos a actividades más constructivas y reconocidas.
La autora considera que un buen enfoque para mostrar más compasión hacia nosotros mismos y aceptarnos mejor consiste en mirar hacia atrás y contemplar al niño que una vez fuimos y cómo sobrevivimos a las circunstancias que nos tocó vivir y que no pudimos elegir. El siguiente paso nos llevaría a pensar en nosotros como el niño dañado que fuimos en un momento y en cómo hemos llegado a ser el adulto actual. No recriminaríamos a ese niño, ni le demandaríamos una explicación sino que tomaríamos a ese niño en nuestros brazos y le consolaríamos. De esta forma vemos que si somos capaces de reaccionar de esta forma no tenemos ninguna razón para no tratarnos a nosotros, ya adultos, de una manera menos compasiva.
El tratarnos a nosotros con amabilidad es especialmente importante en las etapas duras de nuestra vida. Las personas que están experimentando una separación, han perdido su trabajo o han perdido la oportunidad de una promoción, por ejemplo, tienden a castigarse por ello. Su voz interior les dice constantemente que no son suficientemente buenas.
Cuando nos enfrentamos a nuestras emociones en estos tiempos difíciles debemos ser capaces de distinguir entre la culpa y la vergüenza. La primera es el sentimiento de peso y arrepentimiento que surge de ser conscientes de que hemos fracasado o hemos hecho algo mal. No resulta divertida pero como todas nuestras emociones tiene un propósito. De hecho la sociedad depende de estos sentimientos de culpa para evitar repetir errores o malas acciones.
Mientras la culpa se centra en un hecho específico la vergüenza se centra en el carácter de la persona y nos pone en el papel no de un ser humano que ha hecho algo incorrecto sino en el de un ser humano que es malo. Esta es la razón por la que las personas que se sienten abochornadas con frecuencia también consideran que no valen para nada y por lo que la vergüenza rara vez nos motiva a actuar para mejorar. Diversos estudios muestran que las personas que sienten vergüenza suelen responder normalmente adoptando una actitud defensiva, tratan de escapar, culpar, negar la responsabilidad o trasladándola a otros.
La diferencia clave entre las dos emociones se encuentra en la auto compasión que nos lleva a aceptar que hemos actuado incorrectamente y nos sentimos mal por ello, lo cual es bueno, pero que esta transgresión no implica que seamos irremediablemente un ser humano horrible. Podemos corregir los errores, pedir disculpas y trabajar para ser mejores en un futuro.
David recomienda que si pensamos que el mostrar compasión por nosotros mismos puede implicar que seamos demasiado blandos y autocomplacientes no olvidemos que:
1.- La autocompasión no significa mentirnos a nosotros mismos. Todo lo contrario ya que implica vernos a nosotros desde una perspectiva externa que no niega la realidad pero que reconoce nuestros desafíos y fallos como parte de ser humanos. No podemos mostrar compasión hacia nosotros mismos si primero no nos enfrentamos a la realidad de lo que somos y sentimos. Es cuando carecemos de esta compasión cuando tendemos con mayor frecuencia a desarrollar una falsa y excesiva seguridad en nosotros mismos en un esfuerzo para negar la posibilidad de que estemos cometiendo un error. Cuando no sentimos compasión hacia nosotros mismos tenemos un enfoque del mundo tan despiadado como nos tratamos a nosotros y la misma idea de cometer un fallo se torna devastadora.
La compasión nos va a conceder la libertad para volver a definirnos y de errar, lo que a su vez nos va a permitir asumir los riesgos que nos van a llevar a ser verdaderamente creativos.
2.- La autocompasión nos convierte en  débiles o perezosos. La sociedad industrializada, especialmente ahora que está dominada por las nuevas tecnología, nos anima a retar a nuestros límites. Ahora todos trabajamos más duro, dormimos menos o caemos en la multitarea para mantener el ritmo exigido. En este entorno en el que parece que tenemos que afrontar la vida como si fuésemos de hierro el mostrarnos algún tipo de compasión puede ser visto como una señal de que nos falta ambición o no nos preocupamos por el éxito como la persona al lado nuestro que actúa de la otra manera. Esta interpretación es errónea pues las personas que son capaces de aceptar con mayor tolerancia sus propios errores pueden sentirse más motivadas para mejorar. La diferencia estriba en que las personas con una actitud autocompasiva no se vienen abajo cuando, con frecuencia ocurre, no alcanzan sus metas.
Otro problema surge, también, cuando aparece el “efecto contraste” porque aunque nos sintamos cómodos con cómo somos al exponernos a personas que son más atractivas, ricas o poderosas nuestro ego se va a resentir. La autoaceptación se puede ver afectada cada vez que hacemos una comparación. La autora menciona un estudio en el que se comprobó que las personas que dedican menos tiempo a compararse a los demás en relación con su físico, inteligencia o dinero se culpaban menos y mostraban menos arrepentimiento. Por tanto recomienda que nos mantengamos centrados en nuestro propio trabajo y no tratemos de establecer comparaciones inútiles. Considerar esta sugerencia es muy importante si nos sentimos tentados a compararnos con una persona que está muy por encima de nosotros en la faceta que valoremos. Mirar hacia alguien cuyos logros son ligeramente superiores a los nuestros puede resultar inspirador pero juzgarnos en relación con una superestrella o genio puede tener un efecto devastador.
Desarrollar una “compasión” significativa hacia nosotros mismos no significa que nos engañemos sobre cómo somos. Debemos ser profundamente conscientes de quienes somos, con nuestros aspectos positivos y negativos, y en armonía con el mundo que nos rodea. Queremos tener una vida lo más deslumbrante y menos dolorosa posible, pero la vida tiene diversas maneras de ponernos en nuestro lugar. Uno de los grandes triunfos de los seres humanos consiste en tener la posibilidad de hacer sitio en nuestros corazones para la alegría y el dolor y en llegar a sentirnos cómodos en situaciones que no lo son. Esto significa que contemplamos a los sentimientos no como si fuesen buenos o malos sino reconociendo simplemente su existencia, recibiendo esas experiencias internas, siendo conscientes de ellas y aprender sin urgencias. Por ejemplo si estamos tratando desesperadamente dejar la adicción de fumar, ansiaremos el tabaco durante un tiempo. Esta ansiedad es normal y tiene una base psicológica por lo que no debemos juzgarla sino aceptarla. Si somos ágiles emocionalmente no perderemos energía luchando contra nuestros impulsos, sino que realizaremos elecciones conectadas con aquello que valoramos (fumar o no fumar, por ejemplo), ya que en ocasiones en nuestra lucha contra situaciones difíciles podemos empeorar mucho la situación para nosotros y por ejemplo un dolor natural lo podemos convertir en un sufrimiento real.
Contar con un equipamiento emocional básico es necesario para ser ecuánimes y un vocabulario emocional es fundamental para ello. Por ejemplo un bebé llora porque no puede manifestar su incomodidad o infelicidad de otra manera. Con el tiempo enseñamos a los niños a definir y articular sus necesidades y frustraciones de forma que las expresen mediante el lenguaje. Desgraciadamente muchos adultos no saben cómo utilizar las palabras para definir y comprender sus experiencia y las emociones que las rodean. Sin la sutil diferenciación en el significado que aporta el lenguaje no son capaces de encontrar el sentido de sus asuntos personales de forma que puedan manejarlos. Simplemente la capacidad de poner un nombre a sus emociones puede ser transformador, reduciendo los dolorosos sentimientos de malestar a una experiencia finita que tiene  límites y un nombre. Las palabras tienen un poder enorme. La palabra incorrecta ha conducido a guerras. Existe una enorme diferencia entre estrés e ira, estrés y desengaño o estrés y ansiedad. Si no somos capaces de verbalizar nombrando adecuadamente lo que sentimos puede ser difícil que logremos comunicarnos de forma que podamos obtener el apoyo que necesitemos. La alexitimia es un problema con el que millones de personas se enfrentan diariamente y consiste en la incapacidad para identificar las emociones propias y, consecuentemente, la imposibilidad para darles expresión verbal. Puede conducir, por ejemplo,  a la insatisfacción en el trabajo y en las relaciones y a expresar sus sentimientos de forma física, somatizando y refiriendo dolores de cabeza o de espalda, en lugar de verbalmente. También, en ocasiones, al no poder manifestar sus emociones a través del lenguaje  la persona solo sabe hacerlo a través de la ira y presenta conductas agresivas.
Aprender a identificar las emociones y darles el nombre adecuado puede resultar ser una experiencia completamente transformadora. Las personas que son capaces de describir el espectro completo de las emociones, que son conscientes, por ejemplo, de que la tristeza es distinta del aburrimiento, de la pena, de la soledad o del nerviosismo, están más preparadas para manejar los altibajos de la vida cotidiana que los que ven todo de color blanco o negro.
Una vez que hemos identificado correctamente nuestras emociones, éstas nos podrán facilitar información muy útil, ya que nos van a indicar, por ejemplo,  los peligros y los beneficios a que nos enfrentamos o  que situaciones tenemos que evitar o emprender. Unas buenas preguntas que nos podemos hacer cuando estamos intentando aprender de nuestras emociones son:
a).- ¿Cuál es el propósito, razón o función de esta emoción?
b).- ¿ Qué es lo que me quiere transmitir?
c).- ¿Qué está ocultando?
d).- ¿Dónde me conduce?
Una vez que dejamos de luchar para eliminar los sentimientos incómodos o de suavizarlos con  afirmaciones positivas o racionalizaciones nos pueden enseñar lecciones valiosas y servir para anticiparnos a las dificultades y para preparar formas más eficaces de hacer frente a los momentos críticos.


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