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domingo, 3 de abril de 2022

¿POR QUÉ NOS CUESTA DECIR NO?

 


Vanessa Bohns en “You have more influence than you think. How we underestimate our power of persuasion, and why it matters”, que estamos comentando, plantea que los sociólogos llevan años preguntándose por qué es difícil decir no y en lugar de hablar en términos de influencia, consideran que tiene una mayor relación con la “buena educación” o cortesía.

El sociólogo Ervin Goffman en este sentido dice que una expectativa de la sociedad es que protejamos la imagen de los demás y éstos nos protejan la nuestra, por lo que, por ejemplo, si alguien nos dice que no pudo asistir a un acto al que le habíamos invitado por estar enfermo, nuestra respuesta no va a ser decirle que es mentira. Tendemos a no cuestionar la “imagen” de la otra persona porque resulta incómodo para todos los implicados.

Cuando pedimos algo entran en juego los mismos procesos. Si por ejemplo le decimos a alguien si nos puede dejar su móvil, el subtexto de esta petición es que soy una persona en quien confiar y por tanto mi solicitud de pedir prestado tu móvil es una petición razonable. Si mi respuesta es negativa estaré cuestionando esa presunción y que no me fio de ti. Este fenómeno es llamado por Sunita Sah como de “ansiedad de insinuación” y se produce porque nos sentimos muy ansiosos si insinuamos algo negativo de alguna persona. Por tanto buscamos disculpas para asegurar a la persona que hoy no podemos pero que realmente cualquier otro día nos sentiríamos honrado de dejarle el teléfono, pero que hoy no es posible por ……..de esta forma pensamos que estamos dejando claro que no estamos insinuando que no es de confianza la persona al rechazar su requerimiento.

De hecho odiamos sentirnos avergonzados que hacemos todo tipo de cosas para evitar  el bochorno y a todos los costes. Por ejemplo todos los años mueren aproximadamente 5.0000 personas ahogadas en parte porque prefieren no pedir ayuda cuando se atragantan en el curso de una comida.

El psicólogo John Sabini y sus colaboradores han argumentado que la mayor parte de los hallazgos icónicos en el campo de la psicología se pueden atribuir al miedo abrumador que experimentamos las personas ante la posibilidad de sentirnos abochornados. Un  ejemplo es el “efecto testigo o espectador” por el que las personas tendemos a mostrar una actitud menos activa ante una emergencia si hay alguien cerca, ya que cuantas más personas tengamos alrededor menos responsables nos sentiremos si no actuamos. Tendemos a asumir que otra persona ya lo está haciendo o lo va a hacer y sentimos que nuestra responsabilidad se difumina.

Otro efecto que se puede producir en estas situaciones es el de “ignorancia pluralística”, que se presenta por ejemplo en casos en que podemos sospechar que existe un peligro (una fuga de gas, ….), y pensamos si debemos hacer algo, pero si en esos momentos iniciales de duda y parálisis miramos a nuestro alrededor y nadie está haciendo nada, empezamos a cuestionarnos si realmente tenemos que hacer algo. Colectivamente el resultado de este fenómeno es una terrible decisión de grupo al no ser conscientes de que todos están pensando lo mismo: que alguien debería hacer algo rápidamente.

El estudio de Milgram, sobre la obediencia,  demostró la influencia que podemos tener sobre los demás en contextos cotidianos. En otra versión del estudio el experimentador en lugar de dar las órdenes directamente las daba por teléfono desde otra habitación. En este caso solo un 20% de los participantes  estaban dispuestos a administrar las corrientes más altas, ya que no se sentían tan incómodos al rechazar sus peticiones.

Resulta mucho menos embarazoso decir no a alguien cuando no tenemos que hacerlo cara a cara. Este es, por tanto, un aspecto importante cuando queremos persuadir a alguien. Tenemos que tener en cuenta que un correo electrónico, por ejemplo, le da a la persona que lo recibe una buena salida ya que no tiene que decir no a la cara. Por este motivo una de las mejores tácticas de influencia, y menos utilizada, consiste en recurrir a la relación y al contacto presencial.

La vergüenza y especialmente el acto de evitar el posible bochorno juega un papel importante en nuestras vidas, pero no solemos considerarlo como un motor significativo en nuestro comportamiento o el de los demás. No es algo trivial porque las personas tomamos decisiones terribles por el miedo que nos produce esta emoción aparentemente sin trascendencia.

Pensamos que somos personas buenas y responsables, queremos ser personas   buenas y responsables y en realidad la mayoría de las personas lo son. Pero distintas investigaciones muestran que cuando nos enfrentamos a determinadas situaciones que potencialmente nos pueden resultar embarazosas., aunque nuestras intenciones sean buenas no informamos del humo que vemos y olemos o no dudamos en participar aunque sea para algo malo para otro. Por tanto suele existir una desconexión entre lo que la mayoría de las personas  piensa que haría en estas situaciones y lo que hacen cuando ésta se presenta  porque subestimamos el poder del temor al bochorno.

Diversos estudios muestran que cuando consideramos otro tipo de interacciones hipotéticamente, como, por ejemplo, cuando nos encontramos ante una injusticia solemos, también, subestimar lo incómodos que nos sentiríamos si manifestamos nuestra disconformidad u opinión en el momento. Como resultado pensamos que somos más osados y dispuestos a la confrontación de lo que realmente seríamos y, asimismo, creemos que los otros tendrían que haber sido o ser más valientes.

No podemos olvidar que, por lo anteriormente expuesto,  si de forma inintencionada, por ejemplo,  hacemos algún comentario racista, inapropiado o que puede resultar dañino, puede ser que no nos demos cuenta de ello porque lo más normal es que nadie nos diga nada. Ninguno de nosotros estamos inmunes a decir cosas dañinas, insensibles o que están mal. Es inevitable que otras personas se enfaden, se sientan molestos, incómodos o atrapados por las cosas que decimos y hacemos. Idealmente nos gustaría saber si nuestras palabras o acciones tienen este efecto para poder modificar nuestro comportamiento, pero la persona afectada puede no expresarnos  estos sentimientos por la parálisis que en ocasiones surge ante el miedo de encontrarse ante una situación embarazosa.

Existe otro motivo por el que nos cuesta decir no y es que normalmente queremos decir si, porque nos gusta hacer cosas buenas por los demás y sentir que somos buenas personas. Por tanto, cuando le pedimos algo a alguien le estamos dando la oportunidad de sentirse bien consigo mismos, porque cuando les dejemos no estarán pensando cómo se han sentido obligados a decir que sí, estarán pensando que buenas personas son porque han ayudado a alguien.

Tenemos muchos mecanismos de defensa psicológicos cuya función principal consiste en que nos sintamos bien con nosotros mismos. Reimaginamos las cosas que hemos hecho para mostrarnos en nuestra versión más positiva. Reinterpretamos nuestras acciones de manera que tengan sentido y significado.

Tendemos a pensar que lo que las personas hacen es el resultado de quiénes son y de aquello en lo que creen. Por ejemplo si donan a una organización benéfica es porque son buenas personas que piensan que todos deben donar a este tipo de instituciones. En otras palabras nuestras creencias personales parece que dirigen nuestras acciones, Pero los psicólogos han comprobado que esto no es siempre así. Daryl Bem, en este sentido, ha propuesto la “teoría de la auto – percepción”: primero actuamos y luego utilizamos dicho comportamiento para calibrar lo que creemos. De esta forma nuestras acciones van a determinar nuestras creencias. Por eso, puedo donar a una entidad benéfica por alguna otra razón como por ejemplo, si alguien me ha pedido que lo haga y no me he sentido capaz de rechazar la petición, pero como conclusión puedo terminar pensando que soy una buena persona y que todos deben hacer donaciones.

El hecho de que el pedir pequeños favores hace que los demás se sientan bien no significa que podamos hacer peticiones desconsideradas que pueden sobrecargar al que las recibe o inapropiadas. La mayor parte de las personas no es consciente del poder que tienen sobre los demás. Por esta razón podemos poner a los demás en situaciones incómodas sin darnos cuenta. Podemos, por ejemplo, plantear una idea éticamente cuestionable a los demás para que la consideren ( aunque lo presentemos como un abroma), presionar a un amigo para que deje su trabajo y se vaya de copas con nosotros o intentar ligar con un compañero/a de trabajo que no nos ha dado ninguna señal de que está interesado en nosotros. Hacemos estas cosas porque pensamos que las otras personas se van a sentir libres de rechazarnos o decir no a cualquier cosa que digamos que pueda hacer que se sientan incómodos, sin ser conscientes de que esto no es verdad.

Todo esto sugiere que nuestra tendencia a subestimar nuestra propia influencia sobre los demás tiene un lado oscuro. Si pensamos que nadie está escuchando somos capaces de proponer malas ideas y  no pensar en las peticiones inadecuadas que estamos formulando a todo el mundo, asumiendo (incorrectamente) que las personas van a rechazar nuestras malas ideas, no considerar nuestros requerimientos inapropiados y llamarnos la atención por nuestras tonterías. Al poner la responsabilidad de decirnos que se sienten mal o de que no están de acuerdo en los demás intentamos eludir nuestra propia responsabilidad por las cosas que decimos y las situaciones en   las que nos ponemos. Por tanto, para combatir las desinformación, el acoso sexual, la discriminación racial, la mala conducta organizacional y munchas más situaciones cada uno de nosotros debe reconocer cuál es el rol que está jugando a la hora de perpetuar o admitir estas cosas y  asumir la responsabilidad por la influencia que poseemos.

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