Amy Edmondson en su libro: “ Right kind of wrong. The
science of failing well”, elegido por el Financial Times como el mejor libro de
management de 2023, plantea que tradicionalmente pensábamos que el fracaso era
lo contrario del éxito, pero que ahora, nos encontramos divididos ante dos “culturas
del fracaso” una que dice que lo debemos evitar a cualquier costa; no debemos
fallar nunca y otra que dice ; falla rápido fracasa con frecuencia.
La autora define el
fallo o fracaso como un resultado que se desvía de los resultados esperados, ya
sea no ganar una medalla de oro o quemar una comida. El fracaso supone, pues,
no tener éxito. Los errores, por otra parte son desviaciones no pretendidas de
unos estándares especificados, tales como procedimientos, reglas o políticas.
Un cirujano que opera la pierna equivocada está cometiendo un error, por
ejemplo. Lo importante de los errores es que no son intencionados y pueden
tener pequeñas o grandes repercusiones.
Este tipo de fracasos
no se puede predecir, pero ofrecen valioso conocimiento nuevo, favoreciendo descubrimientos
que se producen cuando la experimentación es necesaria simplemente porque no se
conocen las respuestas con antelación. Descubrir nuevos fármacos, lanzar un
nuevo y radical modelo de negocio, diseñar un producto innovador u observar las
reacciones de los clientes ante un nuevo producto son tareas que requieren
fracasos “inteligentes” para progresar y tener éxito. Prueba y error es la
forma como se conoce al tipo de experimentación necesaria en estos casos, pero
puede conducir a malas interpretaciones ya que el “error” implica que ya
existía una forma correcta de hacerlo y los fracasos inteligentes no se pueden
considerar errores.
Errar es humano y los
errores ocurren, lo que debemos preguntarnos es si los detectamos, admitimos y
corregimos. Cuando se han hecho estudios en equipos de trabajo se ha observado
que parece que los buenos equipos cometen más errores, pero esto puede deberse
a que como en el caso de los equipos médicos los buenos equipos los notifican
más. Son capaces de superar la idea de que el error es un signo de
incompetencia, lo que conduce a que la mayor parte de las personas no los
reconozcan o nieguen tener alguna responsabilidad por los mismos. De esta forma
no se analizan y no se produce aprendizaje. Actualmente más de 1000
investigaciones en campos que van desde la educación a los negocios o la medicina
han mostrado que los equipos y organizaciones que muestran un mayor nivel de
seguridad psicológica tienen mejor desempeño, menores índices de burnout, y en
el campo de la salud hasta una menor mortalidad en sus pacientes. Esto ocurre
porque la seguridad psicológica ayuda a las personas a tomar los riesgos
interpersonales que son necesarios para alcanzar la excelencia en un mundo
sometido a cambios permanentes e interdependientes.
Cuando las personas trabajan en contextos psicológicamente seguros saben que
sus preguntas serán apreciadas, que las ideas son bienvenidas y que los errores
y fallos pueden ser discutibles. En estos entornos las personas se pueden
centrar en su trabajo sin sentirse presionados por lo que otros puedan pensar
de ellos. Saben que equivocarse no va a suponer un golpe fatal para su reputación.
La seguridad
psicológica juega un papel importante en la ciencia de fallar bien. Permite a
las personas pedir ayuda cuando están saturadas lo que facilita la eliminación
de posibles fallos. Fomenta la notificación, lo que va a permitir detectar y
corregir los errores para evitar peores resultados y hace posible la experimentación de forma
razonada que va a generar nuevos descubrimientos.
Cuando un equipo tiene niveles
altos de seguridad psicológica va a ser más innovador y su desempeño va a ser de mejor calidad que el
de un equipo con niveles más bajos. Una de las razones fundamentales es que las
personas en los equipos con un nivel alto pueden admitir sus errores. Son
equipos en los que se espera la sinceridad de sus miembros, aunque no sea
agradable siempre trabajar en un equipo en el que en ocasiones vamos a tener
que mantener conversaciones complicadas. El concepto de seguridad psicológica
en un equipo es prácticamente similar al de un entorno de aprendizaje.
Si pensamos ahora en el
tipo bueno de error podemos creer que éste es simplemente el error más pequeño
posible. Los grandes fallos son malos y los pequeños son buenos. Pero el tamaño
no es la forma en la que debemos aprender a distinguir los fallos o la forma en
la que los valoramos. Los “buenos” fallos son aquellos que nos aportan
información nueva y valiosa que no podríamos haber obtenido de otra manera.
Cualquier tipo de error
o fracaso nos ofrece oportunidades de aprender y mejorar. Para evitar
desperdiciar estas oportunidades necesitamos un conjunto de habilidades emocionales,
cognitivas e interpersonales.
La idea de que las
personas y las organizaciones deben aprender de los fracasos es popular y
parece obvia. Pero la mayoría de las personas no aprenden las lecciones valiosas
que los fracasos ofrecen. Tendemos a evitar el duro trabajo de reflexionar
sobre lo que pudo ir mal. En ocasiones hasta nos cuesta reconocer que hemos
fallado, pero curiosamente aunque nos sentimos avergonzados por nuestros errores somos capaces de detectar rápidamente los de los demás. Resulta imposible calcular
el tiempo y recursos perdidos por nuestro fracaso a la hora de aprender de
nuestros fallos.
Fallar bien es duro por
tres razones. Aversión, confusión y miedo. Aversión se refiere a la respuesta emocional
instintiva ante el fracaso. La confusión surge cuando carecemos del acceso a un
marco sencillo y práctico para distinguir los tipos de fallos. El miedo procede
del estigma social asociado al fracaso.
I.-
AVERSIÓN
El fracaso nunca es
divertido. Racionalmente sabemos que fallar es una parte inevitable de nuestras
vidas y ciertamente una fuente de aprendizaje y, hasta un requisito para
progresar. Pero investigaciones en el campo de la psicología y neurociencia han
demostrado que nuestras emociones no siempre se mantienen a la altura de
nuestra comprensión clara y racional. Numerosos estudios muestran que
procesamos la información positiva y negativa de forma diferente. Cargamos con
un sesgo negativo, ya que percibimos la información “mala”, incluyendo pequeños
errores y fallos mejor que la “buena “información. Tenemos más problema para
abandonar los “malos “ pensamientos que los “buenos”, al recordar las cosas
negativas que nos ocurren de forma más vívida y durante más tiempo que las
positivas. Prestamos más atención al feedback negativo que al positivo. Las
personas interpretamos las expresiones faciales negativas más rápidamente que
las positivas.
Parece que la razón por
la que somos tan sensibles a la información negativa y a las críticas es porque éstas ofrecían una ventaja de supervivencia para los primeros humanos, cuando la amenaza
de rechazo por la tribu podía significar la muerte. Este hecho nos ha dejado
desproporcionadamente sensibles ante las amenazas, como es el caso de ante la
amenaza interpersonal de pensar que nos han mirado con malos ojos. Actualmente
muchas de las amenazas interpersonales que percibimos en nuestras vidas
cotidianas no son verdaderamente dañinas, pero estamos programados para
reaccionar o hasta reaccionar excesivamente ante ellas.
Además padecemos lo que
Daniel Kahneman llama “aversión a la pérdida” que consiste en la tendencia a
sobrevalorar las pérdidas ( de dinero, posesiones o hasta estatus social) en relación
con ganancias equivalentes.
La aversión al fracaso
es real. Racionalmente sabemos que todos cometemos errores, que vivimos en un
mundo complejo en el que las cosas pueden ir mal aunque lo hayamos hecho bien o
lo mejor que hemos podido y sabemos que deberíamos perdonarnos a nosotros mismos y a los
demás cuando los cometemos, pero el fracaso y la culpa están unidos en la
mayoría de las culturas, organizaciones y familias.
Evitar la culpa es
importante y perjudica el aprendizaje. Sydney Finkelstein ha estudiado grandes
fallos y errores en más de cincuenta compañías y ha encontrado que aquellos que
ocupaban lugares más altos en la jerarquías de gestión de las mismas tendían a culpar por los errores más a
factores ajenos a ellos mismos que los que tenían menos poder.
Irónicamente nuestra
aversión a los fallos hace que cuando no admitimos o señalamos los pequeños
fallos permitimos que crezcan. Por ejemplo cuando no advertimos a nuestro jefe
de un problema que ha surgido que puede estropear un proyecto importante, estamos
convirtiendo un pequeño problema potencialmente fácil de solucionar en uno
mayor que puede conducir a un gran fracaso. Nuestra aversión hacia nuestros
posibles fallos nos hace también vulnerables ante un sentimiento de alivio
cuando es otro el que falla. Instantáneamente nos alegramos de no ser nosotros
y podemos llegar a experimentar un sentimiento automático, aunque fugaz, de
superioridad. Peor aún podemos ser rápidos a la hora de juzgar los fallos de los
demás.
Es una respuesta humana
el sentir vergüenza y enfado al cometer fallos pero no es una estrategia útil
para evitarlos y para aprender. Una de las estrategias más importantes para
evitar los fallos complejos consiste en enfatizar la necesidad de hablar
abiertamente en nuestra familia, equipo u organización. En otras palabras
conseguir que sea psicológicamente seguro el mostrarnos honestos sobre cosas
pequeñas antes de que se conviertan en grandes fallos.
Una habilidad que nos
va a ayudar, también, a vencer nuestra aversión espontánea a los fracasos es la
de replantearlos. Para ello debemos comenzar por mirar dentro de nosotros, pero
no para enredarnos en un a autocrítica extensa o para enumerar nuestros
numerosos defectos, sino para ser más conscientes de las tendencias universales
que surgen de la forma en que estamos programados y en que hemos sido
socializados. Implica considerar algunos de nuestros hábitos más
idiosincráticos. Sin hacer esto es difícil que experimentemos con prácticas que
nos ayuden a pensar y actuar de forma
diferente.
Las investigaciones de
psicología clínica muestran que los fracasos en nuestras vidas pueden
desencadenar angustia emocional, ansiedad y hasta depresión. Pero algunas
personas son más resilientes que otras, entre otras causas, porque tienen menor
propensión a caer en el perfeccionismo y a fijarse a si mismos estándares poco
realistas. Si esperamos hacer todo perfectamente o a ganar todos los concursos
nos sentiremos desilusionados o angustiados cuando no lo logremos. Por el
contrario si esperamos hacerlo lo mejor que podamos, aceptando que podemos no
conseguir todo lo que queremos conseguiremos mantener una relación más sana
con el fracaso.
Otra razón es porque
las personas resilientes hacen atribuciones más positivas a los hechos que
aquellas que se vuelven ansiosas o deprimidas. La forma en la que se explican
los fracasos a sí mismas es equilibrada y realista, en lugar de exagerada y teñida
por la vergüenza. Si, por
ejemplo, atribuimos no haber conseguido un determinado puesto de trabajo que
deseábamos a que los otros candidatos también eran muy buenos o a las
preferencias idiosincráticas de la empresa, nos recuperaremos más rápidamente de la
decepción que si pensamos que no somos lo suficientemente buenos.
Martin Seligman ha estudiado cómo las personas desarrollamos
explicaciones positivas o negativas de los hechos que ocurren en nuestras vidas. Afortunadamente
formar atribuciones positivas es una habilidad que se puede aprender. Por
ejemplo cuando no hemos sido seleccionados para ese trabajo que deseábamos
quizás un buen amigo nos ayuda a reformular la situación para que la
veamos de forma constructiva. Si aprovechamos ese aprendizaje en nuestras
próximas experiencias estaremos en el camino de alcanzar mantener una relación
más sana con el fracaso.
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