domingo, 28 de enero de 2024

LA CIENCIA DE FRACASAR BIEN

 


Amy Edmondson en su libro: “ Right kind of wrong. The science of failing well”, elegido por el Financial Times como el mejor libro de management de 2023, plantea que tradicionalmente pensábamos que el fracaso era lo contrario del éxito, pero que ahora, nos encontramos divididos ante dos “culturas del fracaso” una que dice que lo debemos evitar a cualquier costa; no debemos fallar nunca y otra que dice ; falla rápido fracasa con frecuencia.

La autora define el fallo o fracaso como un resultado que se desvía de los resultados esperados, ya sea no ganar una medalla de oro o quemar una comida. El fracaso supone, pues, no tener éxito. Los errores, por otra parte son desviaciones no pretendidas de unos estándares especificados, tales como procedimientos, reglas o políticas. Un cirujano que opera la pierna equivocada está cometiendo un error, por ejemplo. Lo importante de los errores es que no son intencionados y pueden tener pequeñas o grandes repercusiones.

 Existen fracasos que como Sim Sitkin, profesor en la Universidad de Duke, sugirió en 1992, se pueden considerar “inteligentes” porque implican que ha existido un pensamiento cuidadoso, no causan daños innecesarios y generan aprendizaje útil que avanza nuestro conocimiento. A pesar de los comentarios felices sobre celebrar los fracasos, frecuentes en Silicon Valley y otros muchos lugares del mundo, los fracasos inteligentes son los únicos que merecen la pena celebrar. También conocidos como fracasos “buenos” se presentan normalmente en entornos científicos, donde las tasas de fallos en un laboratorio de éxito pueden alcanzar el 70% o ser más elevadas aún. Los fracasos “inteligentes” son también frecuentes y esenciales para los proyectos de innovación de las compañías. La innovación que tiene éxito es aquella que es resultado de perspectivas fruto de pérdidas incrementales en su camino.

Este tipo de fracasos no se puede predecir, pero ofrecen valioso conocimiento nuevo, favoreciendo descubrimientos que se producen cuando la experimentación es necesaria simplemente porque no se conocen las respuestas con antelación. Descubrir nuevos fármacos, lanzar un nuevo y radical modelo de negocio, diseñar un producto innovador u observar las reacciones de los clientes ante un nuevo producto son tareas que requieren fracasos “inteligentes” para progresar y tener éxito. Prueba y error es la forma como se conoce al tipo de experimentación necesaria en estos casos, pero puede conducir a malas interpretaciones ya que el “error” implica que ya existía una forma correcta de hacerlo y los fracasos inteligentes no se pueden considerar errores.

Errar es humano y los errores ocurren, lo que debemos preguntarnos es si los detectamos, admitimos y corregimos. Cuando se han hecho estudios en equipos de trabajo se ha observado que parece que los buenos equipos cometen más errores, pero esto puede deberse a que como en el caso de los equipos médicos los buenos equipos los notifican más. Son capaces de superar la idea de que el error es un signo de incompetencia, lo que conduce a que la mayor parte de las personas no los reconozcan o nieguen tener alguna responsabilidad por los mismos. De esta forma no se analizan y no se produce aprendizaje. Actualmente más de 1000 investigaciones en campos que van desde la educación a los negocios o la medicina han mostrado que los equipos y organizaciones que muestran un mayor nivel de seguridad psicológica tienen mejor desempeño, menores índices de burnout, y en el campo de la salud hasta una menor mortalidad en sus pacientes. Esto ocurre porque la seguridad psicológica ayuda a las personas a tomar los riesgos interpersonales que son necesarios para alcanzar la excelencia en un mundo sometido a cambios permanentes  e interdependientes. Cuando las personas trabajan en contextos psicológicamente seguros saben que sus preguntas serán apreciadas, que las ideas son bienvenidas y que los errores y fallos pueden ser discutibles. En estos entornos las personas se pueden centrar en su trabajo sin sentirse presionados por lo que otros puedan pensar de ellos. Saben que equivocarse no va a suponer un golpe  fatal para su reputación.

La seguridad psicológica juega un papel importante en la ciencia de fallar bien. Permite a las personas pedir ayuda cuando están saturadas lo que facilita la eliminación de posibles fallos. Fomenta la notificación, lo que va a permitir detectar y corregir los errores para evitar peores resultados  y hace posible la experimentación de forma razonada que va a generar nuevos descubrimientos.

Cuando un equipo tiene niveles altos de seguridad psicológica va a ser más innovador y  su desempeño va a ser de mejor calidad que el de un equipo con niveles más bajos. Una de las razones fundamentales es que las personas en los equipos con un nivel alto pueden admitir sus errores. Son equipos en los que se espera la sinceridad de sus miembros, aunque no sea agradable siempre trabajar en un equipo en el que en ocasiones vamos a tener que mantener conversaciones complicadas. El concepto de seguridad psicológica en un equipo es prácticamente similar al de un entorno de aprendizaje.

Si pensamos ahora en el tipo bueno de error podemos creer que éste es simplemente el error más pequeño posible. Los grandes fallos son malos y los pequeños son buenos. Pero el tamaño no es la forma en la que debemos aprender a distinguir los fallos o la forma en la que los valoramos. Los “buenos” fallos son aquellos que nos aportan información nueva y valiosa que no podríamos haber obtenido de otra manera.

Cualquier tipo de error o fracaso nos ofrece oportunidades de aprender y mejorar. Para evitar desperdiciar estas oportunidades necesitamos un conjunto de habilidades emocionales, cognitivas e interpersonales.

La idea de que las personas y las organizaciones deben aprender de los fracasos es popular y parece obvia. Pero la mayoría de las personas no aprenden las lecciones valiosas que los fracasos ofrecen. Tendemos a evitar el duro trabajo de reflexionar sobre lo que pudo ir mal. En ocasiones hasta nos cuesta reconocer que hemos fallado, pero curiosamente aunque nos sentimos avergonzados por nuestros errores  somos capaces de detectar rápidamente los de los demás. Resulta imposible calcular el tiempo y recursos perdidos por nuestro fracaso a la hora de aprender de nuestros fallos.

Fallar bien es duro por tres razones. Aversión, confusión y miedo. Aversión se refiere a la respuesta emocional instintiva ante el fracaso. La confusión surge cuando carecemos del acceso a un marco sencillo y práctico para distinguir los tipos de fallos. El miedo procede del estigma social asociado al fracaso.

I.- AVERSIÓN

El fracaso nunca es divertido. Racionalmente sabemos que fallar es una parte inevitable de nuestras vidas y ciertamente una fuente de aprendizaje y, hasta un requisito para progresar. Pero investigaciones en el campo de la psicología y neurociencia han demostrado que nuestras emociones no siempre se mantienen a la altura de nuestra comprensión clara y racional. Numerosos estudios muestran que procesamos la información positiva y negativa de forma diferente. Cargamos con un sesgo negativo, ya que percibimos la información “mala”, incluyendo pequeños errores y fallos mejor que la “buena “información. Tenemos más problema para abandonar los “malos “ pensamientos que los “buenos”, al recordar las cosas negativas que nos ocurren de forma más vívida y durante más tiempo que las positivas. Prestamos más atención al feedback negativo que al positivo. Las personas interpretamos las expresiones faciales negativas más rápidamente que las positivas.

Parece que la razón por la que somos tan sensibles a la información negativa y a las críticas es porque éstas ofrecían una ventaja de supervivencia para los primeros humanos, cuando la amenaza de rechazo por la tribu podía significar la muerte. Este hecho nos ha dejado desproporcionadamente sensibles ante las amenazas, como es el caso de ante la amenaza interpersonal de pensar que nos han mirado con malos ojos. Actualmente muchas de las amenazas interpersonales que percibimos en nuestras vidas cotidianas no son verdaderamente dañinas, pero estamos programados para reaccionar o hasta  reaccionar excesivamente ante ellas.

Además padecemos lo que Daniel Kahneman llama “aversión a la pérdida” que consiste en la tendencia a sobrevalorar las pérdidas ( de dinero, posesiones o hasta estatus social) en relación con ganancias equivalentes.

La aversión al fracaso es real. Racionalmente sabemos que todos cometemos errores, que vivimos en un mundo complejo en el que las cosas pueden ir mal aunque lo hayamos hecho bien o lo mejor que hemos podido y sabemos que deberíamos perdonarnos a nosotros mismos y a los demás cuando los cometemos, pero el fracaso y la culpa están unidos en la mayoría de las culturas, organizaciones y familias.

Evitar la culpa es importante y perjudica el aprendizaje. Sydney Finkelstein ha estudiado grandes fallos y errores en más de cincuenta compañías y ha encontrado que aquellos que ocupaban lugares más altos en la jerarquías de gestión  de las mismas  tendían a culpar por los errores más a factores ajenos a ellos mismos que los que tenían menos poder.

Irónicamente nuestra aversión a los fallos hace que cuando no admitimos o señalamos los pequeños fallos permitimos que crezcan. Por ejemplo cuando no advertimos a nuestro jefe de un problema que ha surgido que puede estropear un proyecto importante, estamos convirtiendo un pequeño problema potencialmente fácil de solucionar en uno mayor que puede conducir a un gran fracaso. Nuestra aversión hacia nuestros posibles fallos nos hace también vulnerables ante un sentimiento de alivio cuando es otro el que falla. Instantáneamente nos alegramos de no ser nosotros y podemos llegar a experimentar un sentimiento automático, aunque fugaz, de superioridad. Peor aún podemos ser rápidos a la hora de juzgar los fallos de los demás.

Es una respuesta humana el sentir vergüenza y enfado al cometer fallos pero no es una estrategia útil para evitarlos y para aprender. Una de las estrategias más importantes para evitar los fallos complejos consiste en enfatizar la necesidad de hablar abiertamente en nuestra familia, equipo u organización. En otras palabras conseguir que sea psicológicamente seguro el mostrarnos honestos sobre cosas pequeñas antes de que se conviertan en grandes fallos.

Una habilidad que nos va a ayudar, también, a vencer nuestra aversión espontánea a los fracasos es la de replantearlos. Para ello debemos comenzar por mirar dentro de nosotros, pero no para enredarnos en un a autocrítica extensa o para enumerar nuestros numerosos defectos, sino para ser más conscientes de las tendencias universales que surgen de la forma en que estamos programados y en que hemos sido socializados. Implica considerar algunos de nuestros hábitos más idiosincráticos. Sin hacer esto es difícil que experimentemos con prácticas que nos ayuden a  pensar y actuar de forma diferente.

Las investigaciones de psicología clínica muestran que los fracasos en nuestras vidas pueden desencadenar angustia emocional, ansiedad y hasta depresión. Pero algunas personas son más resilientes que otras, entre otras causas, porque tienen menor propensión a caer en el perfeccionismo y a fijarse a si mismos estándares poco realistas. Si esperamos hacer todo perfectamente o a ganar todos los concursos nos sentiremos desilusionados o angustiados cuando no lo logremos. Por el contrario si esperamos hacerlo lo mejor que podamos, aceptando que podemos no conseguir todo lo que queremos conseguiremos mantener una relación más sana con el fracaso.

Otra razón es porque las personas resilientes hacen atribuciones más positivas a los hechos que aquellas que se vuelven ansiosas o deprimidas. La forma en la que se explican los fracasos a sí mismas es equilibrada y realista, en lugar de exagerada y teñida por la vergüenza. Si, por ejemplo, atribuimos no haber conseguido un determinado puesto de trabajo que deseábamos a que los otros candidatos también eran muy buenos o a las preferencias idiosincráticas de la empresa, nos recuperaremos más rápidamente de la decepción que si pensamos que no somos lo suficientemente buenos.

Martin Seligman ha estudiado cómo las personas desarrollamos explicaciones positivas o negativas de los hechos que ocurren en nuestras vidas. Afortunadamente formar atribuciones positivas es una habilidad que se puede aprender. Por ejemplo cuando no hemos sido seleccionados para ese trabajo que deseábamos quizás un buen amigo nos ayuda a reformular la situación para que la veamos de forma constructiva. Si aprovechamos ese aprendizaje en nuestras próximas experiencias estaremos en el camino de alcanzar mantener una relación más sana con el fracaso.

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