Ayelet Fishbach en “Get it done. Surprising
lessons from the science of motivation”, que estamos comentando, plantea que
para la ciencia de la motivación existe el “efecto gradiente de la meta”, que
consiste en que cuánto más progreso hagamos hacia una meta, más dispuestos
estaremos a seguir avanzando.
Cuando existen unos
plazos la cantidad de progreso que hayamos conseguido afecta también nuestra
disposición para abandonar. Por ejemplo, casi la mitad de los estudiantes que
se matriculan en universidades estadounidenses no se gradúan. Una de las causas
es que alcanzar un título universitario se puede considerar como tener que
estar escalando una colina empinada durante cuatro años de media. En esta
situación es fácil sentirse desanimado por la falta de progreso, por lo que un
gran número de estudiantes abandonan antes de terminar el primer año, porque
les parece que la meta está muy lejana y están haciendo pocos progresos hacia
ella. Al pie de la colina la ascensión parece demasiado escarpada, pero si
finalizamos la primera parte de nuestro ascenso, como los estudiantes que
acaban el primer año, es más común el seguir ascendiendo.
Entre las razones por
las que el progreso nos anima a trabajar más duramente y disminuye las
posibilidades de abandono tenemos:
a).- Al progresar
cualquier acción que realicemos en relación con nuestra meta parece que va a
tener un mayor impacto para alcanzarla.
b).- Perseguir una meta
incrementa nuestro compromiso con dicha meta.
El potencial de tener
impacto sobre una meta es un factor motivador poderoso. Cuando estamos
intentando llegar a una meta cualquier acción que nos acerque a la línea de
meta parece que tiene más impacto que su predecesora.
Existen dos tipos de metas a considerar:
1.-
Todo o nada. En este caso los beneficios dependen de
alcanzar la meta. Si coleccionamos casi todos los puntos requeridos para una
recompensa no vamos a conseguir nada. Por ejemplo no vamos a conseguir un título
universitario hasta que no hayamos pasado todas las pruebas establecidas. al ir
disminuyendo la distancia a la meta el beneficio de los esfuerzos restantes se
incrementa. Esta es la razón por la que las metas todo o nada se vuelven más
motivadoras al ir avanzando.
2.-
Acumulativas. Nos permiten ir recogiendo los
beneficios en el camino. Por ejemplo, si hacemos ejercicio por motivos de salud
acumulamos los beneficios lentamente después de cada sesión o si decidimos leer
al menos veinte libros al año para estar bien informados, cada libro es como
una mini-meta en sí mismo. Al sumar los beneficios obtenidos en el caso de
metas acumulativas en el tiempo el valor marginal ( o valor añadido o beneficio
de cada acción, como leer un libro) disminuye con frecuencia. Los economistas
llaman a este hecho “ el valor marginal decreciente”. La primera sesión de
entrenamiento, por ejemplo, tiene más efecto en nuestra salud que la quinta.
En el caso de las metas
acumulativas, aunque no lleguemos al final, solemos recoger casi todos los beneficios que
perseguimos con la meta, pero con estos objetivos el progreso no incrementa
necesariamente la motivación.
Los seres humanos
tenemos la tendencia de continuar trabajando en algo simplemente porque ya hemos
invertido en ello. Si, por ejemplo, hemos pagado por adelantado un curso de tejer
online, seguiremos siguiendo las clases aunque descubramos que odiamos hacer
punto. A este fenómeno se le conoce como el de la “falacia del coste perdido”,
por el que tenemos la sensación de que hemos avanzado demasiado como para
parar o que ya que hemos realizado una
inversión tenemos que seguir avanzando independientemente de que , gracias a
ella, estemos acercándonos a la meta o si es la mejor elección para nosotros.
Como la palabra falacia
nos transmite un incremento en la motivación solo porque ya estamos haciendo
algo no siempre es lo mejor para nosotros. Caemos en esta falacia cada vez que
hacemos algo solo porque ya hemos invertido en ello, ignorando mejores
alternativas.
La teoría económica
sugiere que los recursos invertidos en el pasado que no pueden ser recuperados
(costes perdidos), no deben influir en nuestra motivación para perseverar en el
presente. Pero, aunque racionalmente tengamos claro que abandonar es nuestra
mejor opción nos reprochamos a nosotros mismos por renunciar. La razón por la
que lo hacemos es porque el compromiso es una muestra de responsabilidad.
Encontramos confort en la idea de que nuestra incapacidad para dejar ir algo en
lo que hemos invertido surge de lo que, con frecuencia, se puede considerar
como un principio motivacional adaptativo: el simple compromiso incrementa la
motivación y esto puede ser algo bueno. Cuando miramos hacia atrás y vemos el
esfuerzo que hemos invertido en una meta, aunque no hayamos progresado mucho,
el solo hecho de perseguir dicha meta nos impulsa a seguir avanzando.
El compromiso con una meta
tiene dos ingredientes:
a).- Una meta que sea
valiosa.
b).- Una meta que sea alcanzable.
La persona que se
compromete desea profundamente alcanzar la meta, ya que es muy relevante para
ella, por lo que le concede un gran valor. También espera que esté a su alcance.
Si la meta es lo suficientemente valiosa y las posibilidades de éxito son altas
el esfuerzo para llegar a ella parece que merece la pena.
Para saber si una meta
es valiosa con frecuencia miramos a nuestras acciones pasadas. Si no la
valoramos como podemos justificar el esfuerzo que hemos dedicado a ella hasta
el momento. Al incrementar el valor de las acciones pasadas en ocasiones
podemos actuar en contra de nuestros intereses actuales (por ejemplo podemos
seguir comprometidos a intentar ganar una elección que ya hemos perdido). Pero,
con frecuencia nos ayuda a mantener un compromiso sano con nuestras metas. Lo que
hemos hecho en el pasado también nos puede mostrar que la meta está a nuestro
alcance, ya que ya hemos tenido éxito parcialmente. Cada una de estas
inferencias: que la meta es valiosa y que podemos llegar a ella, contribuyen a
nuestra sensación de compromiso. Más aún, aunque si nuestro compromiso solo
hace que la meta parezca más valiosa o más alcanzable, nos ayudará a mantener
nuestra motivación.
Existen dos teorías en
psicología social que refuerzan la idea de cómo se genera el compromiso:
1.- Teoría de la
disonancia cognitiva de Festinger que mantiene que cuando nuestro
comportamiento no coincide con nuestras creencias, cambiamos éstas para que se
asimilen a nuestra conducta. Por ejemplo, si alguien se ha sometido a un aborto
tenderá a mantener una postura favorable a la libertad de elección sobre el
tema. Aplicada a la motivación esta teoría sugiere que tendemos a adoptar metas
que coincidan con nuestras acciones pasadas y a evitar las que no lo hacen.
2.- Teoría de la auto –percepción
de Daryl Bern plantea una idea similar sobre cómo nuestro comportamiento afecta
a nuestras metas. El punto básico de esta teoría es que aprendemos sobre
nosotros de la misma forma en que lo hacemos sobre los demás: observándonos y
explicándonos nuestras acciones. Por ejemplo, si me ves paseando un perro,
podrás pensar que soy amante de los perros. Aplicando la misma lógica si nos
encontramos paseando un perro ( y pasándolo bien al hacerlo) podemos concluir
que nos gustan los perros, aunque nuestra motivación original fuese ganar
dinero paseando perros. Con frecuencia no somos plenamente conscientes de las
razones de nuestras acciones ( o las olvidamos).
La idea de que la
acción crea compromiso es un principio fundamental de la persuasión. Si
queremos persuadir a un amigo o un equipo para que adopten una meta, podemos
empezar por conseguir que persigan una sola acción congruente con la meta. Esta
acción incrementará su compromiso con la meta en congruencia.
Incluso perseguir metas
de evitación puede incrementar el compromiso. Cuanto más tiempo hayamos evitado
un estado indeseado, mayor compromiso sentiremos para seguir evitándolo. Por
ejemplo, como la crema solar ha evitado que me que me en el pasado, no saldré
de casa sin protección en los días soleados.
En algunos casos la
falta de progreso puede motivarnos a la acción. Cuando nos enfrentamos a una
meta que es muy importante para nosotros, formular nuestro progreso basándonos
en lo que todavía no hemos logrado puede motivarnos más que pensar en lo que ya
hemos conseguido.
Las emociones juegan,
también, un papel a la hora de monitorizar el progreso. Nuestras emociones nos
sirven como un sistema sensorial. Cuando nos sentimos bien sabemos que algo
está yendo bien y viceversa, cuando nos sentimos mal sabemos que algo va mal.
Y, si nos sentimos mal en relación con nuestra progresión hacia una meta,
sabemos que es porque nos estamos quedando atrás.
Esto no quiere decir
que nos vamos a sentir mal persiguiendo una meta hasta que la alcancemos. Si
esto fuese así rara vez nos sentiríamos bien. Sentirnos felices, orgullosos,
emocionados o aliviados durante el camino es normal y crítico. De hecho, los
sentimientos positivos que experimentamos en el camino hacia una meta pueden
exceder la experiencia de alcanzar el destino. Esto pone de manifiesto que los
sentimientos negativos o positivos que percibimos sobre nuestra meta no son
evocados por la distancia absoluta al objetivo. Nuestros sentimientos surgen
por la diferencia entre el ritmo actual de progreso y el esperado. Si nos
sentimos bien con nuestro progreso hacia una meta, es porque pensamos que nos estamos adelantando a lo esperado y si nos
sentimos mal es porque pensamos que vamos retrasados.
Al ofrecer feedback
sobre nuestro ritmo de progreso nuestros sentimientos están informando a
nuestro sistema de motivación. Las emociones positivas nos animan a trabajar
más duro, pero también, en otras ocasiones, podemos trabajar más duro cuando
nos sentimos mal por nuestro lento progreso o descomprometernos con una meta
cuando nos sentimos demasiado bien sobre nuestro progreso, como ocurre, por
ejemplo cuando seguimos una dieta y vemos que ya hemos perdido algunos kilos.
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