lunes, 24 de octubre de 2011

LA INTEGRIDAD DEL DIRECTIVO

La Fundación CEDE presentó el pasado día 18 de octubre en la sede del Instituto de Empresa  ‘La integridad del directivo’, un cuaderno que reflexiona sobre los dilemas éticos que los líderes empresariales se encuentran al llevar a cabo sus funciones.

En este estudio, entre otras  se recogen las siguientes ideas:

La integridad, como otros aspectos que conforman el carácter de una persona, es más fácil de identificar que de definir. La integridad genera una confianza que es necesaria para el desarrollo de un elevado número de transacciones comerciales y de la mayoría de las acciones de coordinación entre profesionales. Confianza que ni los contratos escritos, por muy detallados que sean, ni unas normas explícitas, por muy claras que sean, pueden sustituir completamente.

La Real Academia de la Lengua Española define integridad como: “Cualidad de íntegro”, lo cual nos refiere a la definición de la palabra íntegro/ a, que tiene dos acepciones. La primera: “Que no carece de ninguna de sus partes”. La segunda: “Dicho de una persona recta, proba, intachable”. En este estudio  se profundiza en esta segunda acepción. En términos generales, la integridad se percibe como un aspecto determinante de la calidad del carácter de una persona, y que cuando mejor se aprecia es en situaciones más o menos difíciles en las que la persona demuestra cierto coraje por buscar la coherencia entre sus acciones y sus principios y convicciones, aunque las consecuencias de su comportamiento le supongan un coste elevado. Esta calidad indudablemente es el fundamento de una reputación reconocida. La integridad entendida como virtud tiene dos dimensiones. En la interna: actuar íntegramente produce satisfacción en quien así actúa. En su dimensión externa: cuando a un individuo se le reconoce esa cualidad de su carácter, conlleva una actitud social positiva hacia su persona. Es de destacar que mantener este reconocimiento es una tarea que no acaba, ya que se ha de revalidar continuamente ante los acontecimientos vitales. En definitiva, a una persona a la que se le reconozca un comportamiento íntegro, se le atribuirán en cualquier circunstancia unas respuestas previsibles, coherentes con sus opiniones y convicciones (que expresa claramente) y, por tanto, susceptibles de generar confianza.

La percepción generalizada es que para que una persona sea considerada íntegra, debe compartir unos principios éticos con el grupo. Los principios éticos son los que nos orientan para valorar un determinado comportamiento como correcto o incorrecto (bueno o malo; justo o injusto) de acuerdo con la opinión generalizada de un grupo. Un comportamiento moral es el que un individuo considera correcto. Por tanto, puede variar la apreciación de lo que una persona considera como “recto, probo, intachable” en los comportamientos de otra.

El hecho de cumplir  con la legalidad no presupone la aceptación de su bondad ni el convencimiento de su justicia. Generalmente se cumple con la ley por el motivo de su capacidad para imponer medidas disciplinarias y, por ello, estos comportamientos marcados por la legalidad, no están valorados tan positivamente en cuanto a la atribución a la integridad del carácter (de ser fiel a sus principios y convicciones).


El profesor Michael Jensen ha dedicado un gran esfuerzo investigador a comprender y expresar los distintos matices que tiene la integridad. Su punto de vista es que la integridad no es una virtud relacionada con la ética, la moral o la legalidad, sino que es una actitud positiva (fuera del contexto normativo de la ética y la moral) que conduce a unos mejores resultados en los propósitos perseguidos. Propósitos que desde el punto de vista individual se pueden orientar hacia la felicidad y, desde el punto de vista de una organización, hacia unos mejores resultados económicos. Su línea argumental es que siendo la integridad una actitud positiva, es la base de una competencia (el término que utiliza es “workability”, que define como la capacidad para realizar un trabajo), a través de la cual se aprovechan mejor las oportunidades existentes, conduciendo a unos mejores resultados económicos. En términos económicos, para el profesor Jensen, la integridad es un factor de producción tan importante como el conocimiento o la tecnología. Su enfoque conceptual de la integridad gira alrededor de “hacer honor a la palabra”. Entendiendo la palabra en su sentido amplio que incluye promesa, compromiso y también ausencia de comentarios sobre un tema que se desarrollará en el futuro y que se conoce por estar involucrado. Ante la incertidumbre del futuro, lógicamente puede que surjan imprevistos por los que no podamos mantener la palabra, pero para Jensen se puede seguir siendo íntegro si se expresa claramente que no se puede mantener porque las circunstancias cambian y se procura arreglar los daños que este cambio pueda producir.

Este esquema de “hacer honor a la palabra”, Jensen piensa que se puede aplicar a organización, considerando a la integridad de la organización como la condición, que sin ser suficiente, es necesaria para lograr los resultados potenciales máximos de la empresa. En definitiva, incluir unos criterios de integridad en el diseño de una organización, complementada con unos directivos que perciban que la integridad es buena para su carrera profesional hace altamente probable que la empresa desarrolle todo su potencial a largo plazo. La consecuencia es una buena reputación, lo cual en el entorno económico actual genera un gran valor para la empresa y para el individuo. En este entorno de integridad, el eco de la palabra actúa como amplificador de las capacidades de la empresa.

Eugenia Bieto, directora general de ESADE, manifiesta en este documento que entiende la integridad como un particular estilo de vida y de actuación orientado por unos valores y principios éticos coherentes. Al analizar que Integritas, en latín, significa cualidad de entero o completo piensa que se puede afirmar que en la función directiva se reconoce la integridad ética cuando se actúa sin división ni doblez y cuando se intenta  ser auténticos y coherentes con unos principios y no  ambiguos ni inconsistentes. Conseguimos aproximarnos a la integridad cuando aquellos con los que nos relacionamos ven en nosotros una cierta congruencia entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos. En la integridad se trata de vincular el pensar al vivir y a nuestras palabras, de manera que digamos lo que pensamos y pensemos y hagamos lo que digamos. Esto solo lo podemos conseguir si ejercemos el hábito diario de mantenernos conectados con la fuente de nuestros valores y de nuestra misión. En caso contrario, los  directivos se pueden encontrar impulsando muchas actividades pero poca acción auténticamente transformadora. La acción auténticamente transformadora (de uno mismo y de la realidad) es inseparable de la integridad, porque uno mismo y los demás ven que en ella comprometemos, no tan solo nuestros recursos y energías, sino también nuestras conciencias y nuestros valores. Cuando incorporamos la integridad como criterio básico de actuación en todas nuestras relaciones, de inmediato y como implícito aparece una línea clara de lo no negociable, de lo que nosotros sabemos que no estamos dispuestos a hacer o a permitir y que, a la postre, también acaban por saber todos aquellos que actúan con nosotros. Como la integridad va relacionada con la autenticidad, en la medida en que conseguimos ser íntegros los demás pueden prever qué se puede esperar de nosotros. Es decir, qué tipo de respuestas se ajustarán a nuestra identidad y cuáles no. Ahí reside nuestra credibilidad. Solo podemos ser lo que somos y solo aspiramos a actuar en concordancia con los principios y valores que inspiran nuestra misión. Hay, pues, para bien o para mal, una cierta relación entre nuestro grado de integridad y el grado de predictibilidad que los otros pueden otorgar a nuestros comportamientos. La integridad nos ha hecho predecibles y la predictibilidad nos ha convertido en confiables. Nosotros sabemos (o estamos convencidos) y los demás con los que nos relacionamos saben que continuaremos con una misma línea y posición, que seremos fieles a un “estilo de juego”, que seremos fieles a unos valores y que mantendremos y cumpliremos de manera coherente nuestros compromisos

En el documento, también se reflexiona sobre las consecuencias de no mantener un comportamiento íntegro consecuencia de no actuar como se piensa. La disonancia cognitiva es el término psicológico que se aplica a la situación de malestar o desasosiego que produce pensar de una manera y actuar de otra. Usualmente, ante esta circunstancia desagradable (que tiene lugar en un entorno muy oportunista o en un departamento en el que el jefe dé escaso valor a la integridad), la persona puede reaccionar de varios modos, en las líneas clásicas de: parálisis, enfrentamiento o huida. Por un lado, mantenerse en ese entorno sin expresar una respuesta de disgusto, tiende hacia dos estados psicológicos: o bien la persona acaba modificando sus valores para hacerlos más coherentes con la situación en que se halla (y, por tanto, es más soportable el malestar hasta su desaparición), o bien se construye una “muralla china” entre la vida profesional y el entorno familiar y de amigos, que no resuelve el problema pero por lo menos disminuye la tensión. Por otro lado, enfrentarse conduce a una situación inestable que acaba con vencedores y vencidos y, en algunos casos, en una denuncia si existen mecanismos para ello. Por último, existe la opción de abandonar la empresa. A este respecto, en la medida en que las nuevas generaciones son más sensibles a defender unos valores personales menos asociados al logro económico, mayor será el coste para la empresa de no mantener unos valores claros de integridad. Este coste se traduce en que los mejores talentos se van (al ser los que mejor pueden encontrar otra opción profesional), o que se produzcan comportamientos “tóxicos” en los empleados, derivados de la pérdida de los valores del grupo. El resultado final es negativo en los logros económicos o en la reputación de la compañía.

Jordi Canals, director general de IESE, aborda la integridad desde la perspectiva de la confianza y mantiene que el progreso económico y social sólo resulta sostenible en contextos dominados por la confianza. Este es el aire que las relaciones interpersonales y profesionales necesitan respirar para que puedan alcanzar todo su potencial. Es lógico, por tanto, que la confianza sea una característica imprescindible de empresas admiradas. La confianza es una relación bilateral que nace y se fortalece a partir de la existencia de unas normas, explícitas o implícitas, respetadas por las partes. Estas normas vividas de manera coherente y consistente perfilan una conducta íntegra. El comportamiento íntegro da pleno valor a la palabra dada y a los compromisos asumidos, y es el deber correlativo al derecho que todos tenemos de conocer la verdad sobre las cosas que nos afectan. En la vida de la empresa, las relaciones entre jefes y empleados, entre clientes y proveedores, o entre entidades financieras y clientes, solo crecen a largo plazo si se apoyan en la integridad de los comportamientos. Cuando desaparece esta cualidad, se esfuma el valor de las palabras y de las promesas y la confianza se convierte en un vago recuerdo. Por tanto, sin integridad no hay confianza y, sin confianza, las relaciones profesionales carecen de un fundamento sólido en el que crecer. La falta de confianza (no la falta de recursos) es una de las lacras que ha ahogado el crecimiento económico en tantos países durante siglos. La confianza es necesaria siempre, pero resulta especialmente relevante en las primeras etapas de la trayectoria profesional de una persona. La confianza exige integridad y profesionalidad. De hecho, en todas las profesiones, la obligación de buscar la excelencia en el trabajo es un requisito de la integridad profesional. Un joven profesional establece su reputación sobre el fundamento de la calidad de su trabajo, que determina cuán fiable resulta lo que hace y cómo lo hace. Esa reputación se afirma y consolida con la repetición de actos (y el desarrollo de las virtudes morales que aquel proceso entraña). Para tener el mayor impacto posible, los actos deben realizarse desde la integridad; cuando esta se fractura a causa de las limitaciones del ser humano, su recuperación solo es posible con la determinación firme de rectificar y restaurar la verdad de las cosas. Uno de los factores de fracaso de jóvenes profesionales no es la falta de talento, sino la incapacidad de realizar las acciones que conducen a la confianza en el ejercicio de ese talento. Y esto no es cuestión de adquirir más talento, sino más bien de carácter, de la capacidad de asumir compromisos y de responder a unas expectativas con un trabajo excelente, desarrollado desde la profesionalidad y la integridad. La integridad adquiere una dimensión especial en unas relaciones profesionales particularmente delicadas: las que suponen una confianza especial por la administración de bienes de terceros y por la delegación de poderes de los accionistas al consejo de administración y del consejo de administración al primer ejecutivo. La ruptura de la confianza en esos casos suele ser el reflejo de la falta de integridad (en la mayoría de los casos, por la falta de veracidad en la descripción de los problemas o por un mal uso de los recursos o de la autoridad delegada)

La influencia de la cultura sobre la integridad se analiza teniendo en cuenta que, en el actual contexto global, donde la diversidad es una premisa que hay que aceptar, la valoración de una persona como íntegra o como con falta de integridad es más difícil de hacer que en un entorno homogéneo. Sin embargo, si se sustraen algunos aspectos culturales que pueden desorientar, la utilidad de poder evaluar la integridad de la persona con la que nos relacionamos es muy elevada. Si se considera que a una persona se la reconoce como íntegra en una sociedad si sus actuaciones reflejan los valores de esa sociedad,  en países distintos puede ser enjuiciada de muy distinta forma sobre su integridad. Los autores Fons Trompenaar y Charles Hampden-Turner, en su libro “Riding the Waves of Culture” identifican cinco dimensiones que explican las diferencias culturales existentes entre la manera de solucionar los dilemas que surgen en las relaciones entre las personas de cada país. Estas dimensiones están definidas por dos extremos contrarios y cada país tiene tendencia a situar el comportamiento “adecuado/correcto” en un punto entre los dos polos opuestos. Estas dimensiones son: universalismo frente a particularismo; comunitarismo frente a individualismo; neutral frente a emocional; difusa frente a específica; y logro frente a adscripción. En este  trabajo se han seleccionado las dos dimensiones siguientes por su relación más directa con la definición de la integridad: la manera de aplicar las normas (universalismo frente a particularismo) y la manera de establecer relaciones profesionales entre personas (difusa frente a específica).

Una cultura universalista considera que las normas deben ser cumplidas por todos por igual; sin embargo, en una cultura particularista, a la hora de aplicar las normas se tienen en cuenta las circunstancias concretas de cada caso, introduciendo excepciones y matizaciones en la aplicación de las reglas. En la cultura universalista se entiende que se aplica lo que está explícito en el contrato, en la cultura particularista se interpretan las intenciones y circunstancias del acuerdo a la hora de aplicarlo. Por otro lado, en una cultura difusa la persona no separa tajantemente sus relaciones personales de las profesionales, condicionando así sus expresiones y afirmaciones. En una cultura específica, los posibles desacuerdos pueden ser claramente expuestos, suponiendo que el interlocutor no mezcla sus sentimientos más allá del hecho en sí.

Es importante, también, reconocer que las empresas tienen culturas diferentes lo cual es fácil, porque hay muchos factores visuales y simbólicos que nos ayudan a percibir las diferencias. Sin embargo, definir la cultura de una manera operativa y comprender cómo podemos interactuar con ella para lograr los objetivos que se proponen, es mucho más difícil. En este sentido los profesores Kim Cameron y Robert Quinn han desarrollado un modelo que trata de introducir más rigor en el análisis de la cultura empresarial. A partir de una investigación que realizaron sobre la efectividad de las empresas, lograron identificar 32 parámetros que determinan el grado de efectividad de una organización y que agruparon en función de dos dimensiones que explican las claves de las diferencias culturales. Estas dos dimensiones están definidas por su posición entre dos polos opuestos, una dimensión diferencia los comportamientos con especial énfasis en la flexibilidad, la discreción y el dinamismo frente a la estabilidad, el orden y el control. La segunda dimensión diferencia los comportamientos basados en la integración, la colaboración y la unidad, frente a la diferenciación, la competencia y la rivalidad. A partir de estas dos dimensiones, los autores construyen un marco conceptual que denominan Modelo de Valores Competidores12 y que distingue cuatro tipos de cultura: Clan, Adhocracia, Mercado y Jerarquía. En las culturas del tipo Clan, la teoría aceptada por la organización es que lo que mejor explica el logro efectivo de los objetivos son aquellas medidas que ponen especial énfasis en el desarrollo de las personas y en la participación. En las culturas del tipo Adhocracia, se considera que la innovación, la visión y la utilización de nuevos recursos es lo que engendra la efectividad. En las culturas del tipo Mercado, el énfasis en la competencia agresiva y el enfoque en el cliente es lo que origina la efectividad. En las del tipo Jerarquía, el control y la búsqueda de eficiencia, con procesos depurados, promueven la efectividad. Utilizando este modelo para valorar el impacto de la integridad sobre la efectividad de la organización se llega a las siguientes conclusiones:

En las culturas tipo Clan y Adhocracia, la integridad es clave para el logro de sus objetivos competitivos, ya que las dos están marcadas por su énfasis en  la flexibilidad y el juicio, junto con la necesidad de generar confianza entre los participantes para que el trabajo en equipo sea efectivo.

En las culturas tipo Mercado, la integridad es relevante en la medida en que, al estar orientada hacia el exterior, la reputación suele ser un activo valioso que está condicionado por el comportamiento de sus empleados.

En las culturas tipo Jerarquía, la necesidad de utilizar el valor de la integridad para ser más efectivo, si bien nunca es superfluo, no tiene especial relevancia competitiva.

En conclusión, en la medida en que las culturas condicionan el comportamiento de sus miembros y expulsan a los no alineados con sus supuestos básicos, los directivos que deseen que su empresa se comporte en la línea de las culturas tipo Clan o Adhocracia deben ejercer su liderazgo señalando la importancia de los comportamientos íntegros para poder obtener los beneficios propios de esas culturas.

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