Amanda Ripley en “High conflict. Why we get trapped and how we get out”, plantea que existe una fuerza
misteriosa que impulsa a las personas a perder la cabeza y enfrascarse en
disputas ideológicas, feudos políticos o vendettas de grupo. Esta fuerza hace
que podamos conciliar el sueño, obsesionados, por ejemplo, por un conflicto con un compañero, familiar,
amigo o político al que nunca hemos visto.
El alto conflicto es
diferente de la fricción útil que se produce en un conflicto sano. El conflicto
bueno es una fuerza que nos impulsa a ser mejores. No es sinónimo de perdón, ni
de rendición, puede ser estresante y acalorado pero nuestra dignidad permanece
intacta. Puede conducir a cambios radicales y nos mantiene con la mente abierta
ante la realidad de que ninguno de nosotros tiene todas las respuestas para
todo y que todos estamos conectados. Necesitamos conflictos sanos para
defendernos a nosotros, para entendernos unos a otros y para mejorar.
El alto conflicto es,
por el contrario, lo que ocurre cuando un conflicto se convierte en un feudo
entre “buenos y malos”, entre nosotros contra ellos. En este caso cualquier
encuentro con la otra parte, sea presencial o virtual, es más tenso y está más
cargado. Nuestra mente se comporta de forma distinta y nos sentimos cada vez
más seguros de nuestra propia superioridad y más desconcertados con la otra
parte y cuando nos encontramos con ellos, bien sea en persona o hasta en un
boletín de noticias podemos sentir una presión en el pecho, una mezcla de temor
mezclada con ira, mientras escuchamos lo que la otra parte dice ( que siempre
será descabellado, equivocado y peligroso). El conflicto se percibe como una
amenaza existencial aunque no lo sea.
Resulta interesante que
las dos partes sienten lo mismo aunque no se comuniquen entre ellas. Cualquier cosa
que hagamos ya sea un comentario en redes sociales o una queja sobre un
compañero al departamento de recursos humanos, solo va a empeorar la situación.
, porque cualquier cosa intuitiva que hagamos ante un alto conflicto
normalmente va a resultar contraproducente. Tenemos que hacer cosas
contraintuitivas y hacerlas con gran cuidado.
Existen personas más
propensas a caer en estas situaciones que otras. Son las que los psicólogos
llaman personas con personalidades de alto conflicto, que tienden a culpar
siempre a los demás, ya que tienen la certeza de que siempre tienen la razón y
están siempre alerta, dispuestas a saltar ante lo que consideran la más mínima
provocación. La mayor parte de las personas no somos así y preferimos evitar
este tipo de conflictos, lo que en ocasiones origina problemas.
Investigaciones
realizadas en todo el mundo muestran que las personas que se encuentran
inmersas en este tipo de conflictos expresan sus frustraciones como una
respuesta justificada ante la agresión
inicial de la otra parte. Independientemente de los hechos ambas partes están
convencidas de que están reaccionando como una defensa, retornando una y otra
vez al feudo, detallando pormenorizadamente las indignidades que sufren.
El reto de nuestro
tiempo consiste en movilizar a grandes masas de personas para lograr cambios
sin deshumanizarnos unos a otros. El cambio que perdura, el que se introduce en
el corazón de las personas solo surge a través de la combinación de presión y conflicto
bueno, y ambos importan. Esta es la razón por la que a lo largo de la historia
los movimientos no violentos han tenido aproximadamente el doble de éxitos que
los violentos.
El alto conflicto es muy
inflamable y se puede convertir fácilmente
en violento, lo que lleva a que la otra parte responda con más violencia, en
una creciente espiral de daños- Rápidamente las personas más colaboradoras
huyen de la escena y los extremistas consiguen el poder.
Cualquier movimiento
moderno que cultive el pensamiento nosotros contra ellos tiende a destruirse a
sí mismo desde su interior, con o sin violencia. Una cultura que divida el
mundo en buenos y malos es por definición
pequeña y confinada. Evita el que las personas trabajen juntas en
grandes grupos para solucionar los problemas complicados.
Gary Friedman considera
el conflicto como una trampa, porque en eso se convierte una vez que ha
escalado hasta cierto nivel. En un inicio nos puede atraer, apelando a todo
tipo de necesidades y deseos normales, pero una vez que entramos en él podemos
encontrarnos con que no podemos salir. Cuanto más nos agitamos buscando ayuda
peor va siendo la situación y poco ha poco más personas se van introduciendo en
el fango sin darse cuenta de que sus vidas están empeorando.
Esta es la principal
diferencia entre alto conflicto y conflicto bueno. Normalmente no es función
del sujeto del mismo, ni del ruido que genera, sino del estancamiento y
parálisis que origina. En un conflicto sano existe movimiento, se formulan
preguntas, existe curiosidad, pueden producirse gritos, también, pero conducen
a algún lugar. Parece más interesante llegar al otro lado que permanecer en el
conflicto. En el alto conflicto el destino es el conflicto, No existe otro
lugar dónde ir.
En la vida normal los
humanos realizamos muchos errores de juicio, pero si estamos inmersos en una
situación de lato conflicto cometemos muchos más. Por ejemplo es imposible
sentir curiosidad si nos sentimos encolerizados, ya que perdemos el acceso a la
parte de nuestro cerebro que nos impulsa a querer saber y buscar algo nuevo.
El alto conflicto
degrada nuestras vidas en su conjunto por experimentar unos pocos momentos de
gran satisfacción y las implicaciones son físicas, medibles y negativas para nosotros.
En situaciones de alto conflicto las “inyecciones”
de cortisol se vuelven recurrentes, alterando nuestro sistema inmunológico,
degradando nuestra memoria y concentración, debilitando el tejido muscular y
óseo y acelerando la aparición de enfermedades.
Existe, también, otro
grupo de personas que no participan en el alto conflicto, pero se ven afectados
por él. Son los observadores, que se sienten alterados y desconectan. Esta categoría
incluye a la mayor parte de las personas. Por ejemplo en E casi dos tercios de
sus ciudadanos están hartos de la polarización política y desearían que las personas
dedicasen más tiempo a escucharse unas a otras. Conforman lo que se conoce como
la “mayoría exhausta”.
La mayor parte de las
personas evitamos los conflictos por buenas razones como cuando dejamos de
relacionarnos con una amigo que siempre se está quejando o de leer las
noticias. Este desapego es comprensible pero deja el alto conflicto sin tratar
y los extremistas pueden hacerse con el poder.
Las personas tenemos
dos capacidades intrínsecas a la hora de resolver problemas:
a).- Capacidad de
antagonismo, que consiste en la persecución de intereses egoístas y mutuamente exclusivos
entre grupos que trabajan unos contra otros. Esta es la forma en la que el
sistema legal suele funcionar: maridos contra mujeres, acusación contra
defensa, etc.
b).- Capacidad de
solidaridad. Nos permite trabajar a través de nuestras diferencias para abordar
conflictos. Nuestro éxito como especie ha dependido mucho más de esta capacidad
que de la anterior.
Durante la primera
etapa de la pandemia del coronavirus afortunadamente millones de personas en
todo el mundo respondieron ante una amenaza cambiante y desconocida con
generosidad y cooperación sorprendente. Pero existieron excepciones como el
caso de determinados líderes y pequeños grupos de personas que se consideraron
víctimas y chivos expiatorios y dividieron el mundo claramente en nosotros y
ellos.
Las instituciones
pueden ser diseñadas para incitar una de las dos capacidades mencionadas. En
los tiempos actuales parece que se inclinan más por crear adversarios que
unidad, pero tanto Friedman y otros mediadores pioneros han mostrado que existen
otras vías para construir opciones colaborativas, procurando evitar caer en los
sesgos de confirmación por los que los
humanos tendemos a incorporar la nueva información que recibimos de forma que
encaje en nuestras creencias.
Ante un conflicto es, pues, importante conocer bien cuál es la causa
que subyace y escuchar, ya que cuando las personas sienten que son comprendidas
pueden relajar sus defensas y están más dispuestas a comprender a los demás.
Pero si no se sienten escuchadas, se vuelven ansiosas y van a hablar menos con lo que las barreras
crecen. Pero si ocurre lo contrario pasan cosas mágicas y plantean hechos más
coherentes y son capaces de reconocer sus inconsistencias, volviéndose más
flexibles voluntariamente. Por ejemplo los trabajadores que se sienten
escuchados tienen un mejor desempeño y sienten un mayor respeto por sus jefes o
los pacientes que se sienten entendidos van a estar más satisfechos con la
atención recibida y van a seguir mejor las recomendaciones de su médico.
Las habilidades para la
escucha son fundamentales para escapar de la “trampa” en la que hemos caído en el curso de un conflicto.
Cuando las personas sienten que son escuchadas confían en la otra parte para
que profundice y consiga entenderles, averiguando lo que subyace en el fondo.
Una vez que sentimos
que nos entienden somos capaces de contemplar opciones que no habíamos visto
antes y nos sentimos algo responsables, al menos, de la búsqueda de soluciones.
Luego, aunque no consigamos lo que queremos estamos más dispuestos a aceptar el
resultado porque hemos colaborado en su construcción.
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