Adam Grant, en su último
libro:“Think again. The power of knowing what you don´t know”, que estamos comentando, plantea que en relación con nuestros pensamientos aunque nuestras
mentes funcionen correctamente podemos ser vulnerables a una versión del
síndrome de Antón.
Este fenómeno fue
descrito primero por Séneca al hablar del caso de una mujer que estaba ciega
pero que se quejaba solamente de que se encontraba en un cuarto oscuro. Se le
conoce como el síndrome de Anton, ya que el doctor Gabriel Anton lo detectó en
una costurera a finales del siglo XIX que tenía problemas con el lenguaje y la
orientación espacial y no podía encontrar la diferencia entre la luz y la
oscuridad. No podía ver pero insistía en que si podía hacerlo, estaba mentalmente
ciega a su ceguera. Posteriormente se identificaron otros casos similares. El
síndrome consiste en un déficit de autoconsciencia en el que la persona es
ajena a una discapacidad física pero funcionan bastante bien desde el punto de
vista cognitivo. El origen se encuentra en daños producidos en el lóbulo
occipital del cerebro.
Todos tenemos puntos
ciegos en nuestras opiniones y conocimiento. La mala noticia es que nos pueden
dejarnos ciegos ante nuestra ceguera lo que nos da una falsa confianza en
nuestros juicios y evita que repensemos. La buena noticia es que con el tipo
adecuado de confianza podemos ver más claramente y actualizar nuestros puntos
de vista. Al aprender a conducirnos enseñan a identificar nuestros puntos
ciegos visuales y a eliminarlos con la ayuda de espejos y sensores. En nuestra
vida al no estar nuestras mentes equipadas con estas herramientas necesitamos aprender
a reconocer nuestros puntos ciegos cognitivos y revisar nuestro pensamiento en
consecuencia.
En teoría confianza en
uno mismo y competencia van del a mano pero en la práctica con frecuencia
divergen. Esto ocurre con frecuencia cuando las personas valoran sus
habilidades de liderazgo y son también evaluados por sus compañeros, jefes o
subordinados. En un metaanálisis de 95 estudios sobre el tema en los que participaron
más de 100.000 personas las mujeres solían subestimar sus dotes de liderazgo
mientras los hombres sobreestimaban sus capacidades.
David Dunning y Justin Kruger han descrito lo que se conoce como el “efecto Dunning – Kruger” en el que
aunque carecemos de competencia tenemos un exceso de seguridad en nosotros
mismos. La primera regla del mismo es que no somos conscientes de que somos
miembros del club.
El problema de este
efecto o del similar síndrome de “quarterback de sillón” ( que padecen muchos
aficionados al futbol) es que es una barrera para que nos planteemos repensar.
Si estamos seguros de que sabemos algo no tenemos razones para buscar fallos y
lagunas en nuestro conocimiento y menos aún hacer algo para corregir la
situación. Por ejemplo, en un estudio las personas con las puntuaciones más
bajas en un test de inteligencia emocional no solo eran las que tendían a
sobreestimar sus habilidades sino que también, desechaban los resultados como
inexactos o irrelevantes por lo que eran las que menos se iban a preocupar por
mejorar.
Esto ocurre en parte
por nuestros frágiles egos que nos lleva a negar nuestras debilidades si
queremos vernos a nosotros mismos de forma positiva o queremos mostrar una
imagen luminosa de nosotros mismos a los demás. Pero existe una fuerza menos
evidente que nubla la visión de nuestras habilidades: un déficit en una
capacidad metacognitiva, la habilidad de pensar en nuestro pensamiento. La ausencia
de competencia nos puede dejar ciegos ante nuestra incompetencia. Cuando nos
falta el conocimiento y las capacidades para lograr la excelencia, en ocasiones
nos pueden faltar el conocimiento y las habilidades para reconocer y juzgar la excelencia.
Todos somos novatos en
muchas cosas pero no siempre estamos ciegos ante este hecho. Tendemos a
sobreestimarnos en las habilidades deseables tales como la de mantener una
conversación interesante, o en situaciones donde es fácil confundir tener
experiencia con ser un experto, como conducir o gestionar nuestras emociones.
Pero nos subestimamos cuando podemos reconocer fácilmente la falta de
experiencia, tal como pintar, conducir un coche de carreras o recitar con
rapidez el alfabeto hacia atrás. Los principiantes absolutos rara vez caen en
la trampa de Dunning – Kruger. Si no sabemos nada de futbol probablemente no
pensaremos que sabemos más que el entrenador.
Es cuando progresamos
de novato a amateur cuando tenemos un exceso de confianza. En muchos dominios
de nuestra vida nunca seremos lo suficientemente expertos como para
cuestionarnos nuestras opiniones o descubrir lo que no sabemos. Tenemos la
información justa para sentirnos lo suficientemente confiados para hacer
juicios y pronunciamientos sin darnos cuenta que nos queda mucho por aprender.
El paso de principiante
a amateur puede romper el círculo de repensar. Al ganar
experiencia vamos perdiendo algo de nuestra humildad y nos sentimos orgullosos
de hacer rápidos progresos lo que fomenta una falsa sensación de maestría. Este
salto supone el comienzo de un círculo de exceso de confianza que impide que
dudemos de lo que sabemos y de sentir curiosidad por lo que no sabemos.
Quedamos atrapados en la burbuja del principiante de creencias erróneas, donde
somos ignorantes de nuestra propia ignorancia. Tim Urban mantiene que “la
arrogancia es la ignorancia a la que añadimos la convicción. Mientras la
humildad actúa como un filtro permeable que absorbe la experiencia y la
convierte en conocimiento y sabiduría , la arrogancia es un escudo en el que
rebota la experiencia”.
Muchas personas
consideran la confianza en uno mismo como un balancín. Si tenemos mucha nos
inclinamos hacia la arrogancia y si perdemos mucha nos convertimos en sumisos y
excesivamente humildes. Este es el temor que nos genera la humildad: terminar
teniendo una baja opinión de nosotros mismos. Tenemos que mantener el balancín equilibrado
para tener el grado de confianza en nosotros mismos adecuado.
La humildad con
frecuencia se malinterpreta ya que no se trata de tener baja autoestima. Una de
las raíces latinas de la palabra humildad
es la que significa “de la tierra” lo que implica estar arraigado
reconociendo que podemos equivocarnos y fallar.
La confianza en uno
mismo es una medida del grado en que creemos en nosotros mismos, pero la
evidencia muestra que es distinto del grado en que creemos en nuestros métodos.
Por ejemplo podemos tener confianza en nuestra capacidad de alcanzar una meta
en el futuro mientras mantenemos la humildad suficiente para preguntarnos si
tenemos las herramientas adecuadas en el presente.
Nos cegamos con nuestra
arrogancia cuando estamos totalmente convencidos de nuestras fortalezas y
estrategias. Nos paralizamos con las dudas cuando no tenemos fe en las mismas. Podemos
estar consumidos por un complejo de inferioridad cuando conocemos el método
correcto pero nos sentimos inseguros de nuestra capacidad para ejecutarlo. Lo
que debemos procurar alcanzar es una humildad con confianza en nosotros
mismos que nos permita tener fe en que tenemos
las habilidades pero puede ser que no tengamos la solución adecuada o estamos
abordando el problema correcto. Esto nos concede la suficiente inquietud para
reexaminar nuestro antiguo conocimiento y suficiente seguridad como para
perseguir nuevas perspectivas.
Este tipo de humildad
con confianza no solo abre nuestras mentes para poder repensar sino que
incrementa la calidad de estas nuevas reflexiones. En los estudios
universitarios aquellos estudiantes que están dispuestos a revisar sus
creencias y opiniones obtienen mejores resultados académicos que aquellos que
no lo hacen. En la educación secundaria los alumnos que admiten que no saben
algo aprenden mejor según sus profesores y sus compañeros consideran que contribuyen
más a sus equipos.
Cuando los adultos
tienen la suficiente seguridad en si mismos como para reconocer que no saben
algo prestan más atención a las evidencias y dedican más tiempo a consultar
materiales que contradigan sus opiniones. En estudios sobre eficacia directiva
realizados en Estados Unidos y China se ha encontrado que los equipos más
productivos e innovadores estaban dirigidos por líderes que no eran no humildes
ni demasiado seguros de sí mismos, sino los que conseguían niveles altos de
ambos y aunque tenían confianza en sus fortalezas eran también conscientes de
sus debilidades.
Si nos preocupa la precisión
no podemos permitirnos tener puntos ciegos. Para tener una visión exacta de
nuestros conocimientos y habilidades nos ayuda el observarnos como científicos
mirando a través de un microscopio, pero Grant opina que ante la duda en
ocasiones es mejor que nos subestimemos, porque puede ser que en las dudas
hallemos el camino hacia el éxito. Como ejemplo tenemos la investigación
realizada por Basima Tewfik que reclutó a un grupo de estudiantes de medicina
que se estaban preparando para comenzar sus rotaciones clínicas. Les hizo
interactuar durante media hora con actores que habían sido entrenados para
interpretar el papel de pacientes que presentaban síntomas de diversas
enfermedades. Tewfik observó cómo trataban los estudiantes a los pacientes y si
acertaban en el diagnóstico. La semana previa éstos habían respondido a una
encuesta en la que se les preguntaba con qué frecuencia tenían pensamientos de
ser impostores como: “No estoy cualificado como los demás piensan que estoy” o “las
personas que son importantes para mí piensan que soy más capaz de lo que yo
pienso que soy”. Aquellos que se autoidentificaban como impostores no acertaron
menos en los diagnósticos que el resto y lo hicieron mucho mejor en relación a
su trato con el paciente. Se les valoró como más empáticos, respetuosos y más
efectivos a la hora de hacer preguntas y de
compartir información. En otro estudio la investigadora encontró un
patrón similar en el caso de profesionales de la inversión.
Cuando nuestros temores
de ser impostores crecen el consejo habitual es que se ignoren y nos concedamos
el beneficio de la duda, pero puede ser que sea más adecuado aceptarlos porque podemos
obtener de ellos tres beneficios de la duda. Éstos son:
1.- La motivación para
trabajar más duro. Puede por ejemplo no ser útil para decidir si comenzamos una
carrera, pero una vez que estamos en la línea de salida nos da el empuje
necesario para seguir corriendo hasta el final para conseguir un puesto entre
los finalistas. El exceso de confianza nos puede, por el contrario hacer
demasiado complacientes con nosotros mismos.
2.- Los pensamientos
sobre ser impostores nos pueden motivar para trabajar mejor. Cuando no creemos
que podemos ganar no tenemos nada que perder si repensamos nuestra estrategia. Sentirnos
como impostores nos pone en un patrón mental de principiantes llevándonos a
cuestionarnos creencias que otros dan por sentado.
3.- Sentirnos como
impostores puede hacer que seamos mejores aprendices. Si tenemos algunas dudas
sobre nuestros conocimientos y habilidades hace que nos bajemos del pedestal y busquemos
las opiniones de los demás. Como mantienen Elizabeth Krumrei Mancuso y sus
colaboradores: “El aprendizaje requiere la humildad de reconocer que tenemos algo
que aprender”.
Los grandes pensadores
no albergan dudas porque son impostores. Tienen dudas porque saben que todos
somos parcialmente ciegos y están comprometidos a mejorar su visión. No
presumen de todo lo que saben, se maravillan de lo poco que entienden. Son
conscientes de que de cada respuesta surgen nuevas preguntas y de que la
búsqueda del conocimiento nunca termina. Un signo de las personas que siempre
están aprendiendo es el reconocimiento
de que pueden aprender algo de cada persona con la que s encuentren.
La arrogancia nos hace
ciegos ante nuestras debilidades. La humildad es una lente reflectante que nos
ayuda a verlas con claridad. La humildad con confianza en uno mismo es una
lente correctora que nos permite superar esas debilidades.
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